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El fruto de la Tierra

Exactamente a principios del mes de marzo, estando con Charlotte en la casa de mi abuelo en la playa cuando ya comienza a refrescar el calor y casi todas las hojas que debían caer ya cayeron, como las de mi palo de jocote, floreció completamente el marañon que está delante del jardín. Semanas anteriores nos dimos cuenta de que estaban le saliendo unos brotes. Después se fueron desarrollando su fruto color rojizo y, de repente, estaban todos prendidos como tiernos rubíes. A Charlotte le maravillo la característica del fruto, ya que en Francia solo se conoce la semilla asada o seca, la cual es importada de países como Madagascar. 

Últimamente a ambos nos gusta procurar leer las señales en las cosas –pues éstas tienen siempre su otra cara, y lo invisible es parte de lo visible- fue una revelación. Estoy aquí escribiendo sobre la nueva moralidad que urge vivir en medio del calentamiento planetario ya iniciado. Y digo que si queremos salvar la biosfera y conservar nuestra Casa Común, habitable para toda la comunidad de vida, tenemos que rescatar, antes que cualquier otra cosa, la dimensión del corazón y la razón sensible. Si no sentimos la Tierra como nuestra Gran Madre que debemos cuidar como hijos e hijas buenos y responsables, serán insuficientes las necesarias iniciativas técnicas que tomarán las grandes empresas, los gobiernos, otras instituciones y las personas. Nacemos de la generosidad del cosmos y de la Tierra, que nos proporcionan las condiciones esenciales para la vida y su evolución, y una generosidad semejante debe ser nuestra contrapartida. 

Esta floración del marañon que ocurre una o dos veces al año; es un signo que la propia Tierra nos da gratuitamente. Nos está diciendo: «aunque se caigan todas las hojas, aunque mis ramas parezcan resecas casi todo el año, aunque impere la duda sobre si estoy muerto o aún estoy vivo, yo me arriesgo a desvelar el misterio que escondo: la capacidad de regeneración y la voluntad de sonreír alegremente, de irradiar belleza y provocar éxtasis». 

Algo semejante debe ocurrir con la crisis ecológica y con las amenazas que pesan sobre el destino futuro de la biosfera y de la vida humana. Estimo que no se trata de una tragedia cuyo fin sería funesto, sino de una crisis cuyo término es un nuevo estado de salud y de conciencia, más vigoroso y más alto. Lógicamente, depende de nosotros transformar los síntomas de tragedia en señales de crisis acrisoladora. Y lo haremos, pues el instinto básico –ya lo reconocía Freud- no es el de muerte, sino el de vida, aunque pasando por la muerte. La vida, que hace 3.800 millones de años irrumpió en la Tierra, pasó por muchas diezmaciones. Nunca fueron terminales. Fueron crisis que crearon oportunidades para el surgimiento de formas más complejas de vida. La vida es un llamado a más vida. Ésa es la flecha de la evolución y la dinámica del universo. 

Las flores y el fruto del marañon significan la sonrisa radiante de la Tierra cuando menos se la espera. Pues el invierno es tiempo de recogimiento y de retirada sostenible, para recobrar fuerzas vitales que después irrumpirán victoriosas y deslumbrantes. A mi pensar actualmente la Madre Tierra nos quiere transmitir un mensaje y es el siguiente: «a pesar de todas las agresiones que sufro, a pesar de la respiración cansada que tengo debido a las contaminaciones atmosféricas, a pesar de tener contaminada mi sangre, y llagados mis pies por causa de los venenos, aun así, tengo energía vital escondida. No es infinita, pero es suficientemente poderosa como para resistir, para regenerarse y para volver a sonreír. Simplemente, denme, por piedad filial, un poco de tiempo para descansar, y un gesto de amor y de cuidado que me fortalezca».

Mauricio Iraheta Olivo.

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