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Por la vida interior

Lago Atitlán, foto: Wicho

La vida interior representa, actualmente, una de las dimensiones más olvidadas de la humanidad. Urge rescatarla, pues en ella se encuentra la serenidad, y el sentimiento sagrado de la dignidad.

En primer lugar, es importante aclarar la palabra interior. Es el reverso de exterior. La vida posee una dimensión exterior. Es nuestra corporalidad. La cultura moderna ha inflacionado la exterioridad a través de todos los medios de comunicación. El mundo de las personas ha sido totalmente divulgado por las simples apariencias.

Pero existe también lo interior. Generalmente lo interior es aquello que no se ve directamente. Podemos conocer y hasta fascinarnos por el exterior de una persona, por su belleza e inteligencia. Pero para conocerla necesitamos considerar su interior, la voz tierna de su corazón, su modo de ser y su visión del mundo. Sólo entonces podemos hacer juicios más adecuados y justos sobre ella.

Interior significa la profundidad humana. Este interior, lo profundo, emerge cuando el ser humano se detiene, calla, comienza a mirar dentro de sí y a pensar seriamente. Cuando se plantea cuestiones decisivas como: ¿qué sentido tiene mi vida, todo ese universo de cosas, de aparatos, de trabajos, de sufrimientos, de luchas y de placeres? ¿Hay vida más allá de la vida, ya que tantos amigos murieron, a veces de forma absurda, en accidentes de automóvil o por una bala perdida? ¿Por qué estoy en este planeta pequeño, tan hermoso, pero tan maltratado? 

¿Quién ofrece respuestas? Por lo general son las religiones y las filosofías, pues siempre se ocupan de estas cuestiones. Pero es ilusorio pensar que con asistir a los cultos o con adherirse a alguna visión del mundo se garantiza una vida interior. Todo eso importa, pero sólo en la medida en que produce una experiencia de sentido, una conmoción nueva y un cambio vital.

La vida interior no es monopolio de las religiones. Éstas vienen después. La vida interior es una dimensión de lo humano. Por eso es universal. Está en todos los tiempos y en todas las culturas.

Las religiones cumplen su misión cuando suscitan y alimentan la vida interior de sus seguidores, cuando les ayudan a hacer el viaje a su interior, rumbo al corazón, donde habita el Misterio. Vida interior supone escuchar las voces y los movimientos que vienen de dentro. Hay un yo profundo, cargado de anhelos, búsquedas y utopías. Sentimos una exigencia ética que nos invita al bien, no sólo personalmente, para uno mismo, sino también para los otros.

Hay una Presencia que se impone, mayor que nuestra conciencia. Presencia que habla de aquello que realmente cuenta en nuestra vida, de aquello que es decisivo y que no puede ser delegado en nadie. Dios es otro nombre para esta experiencia que satisface nuestra búsqueda insaciable.

Cultivar ese espacio es tener vida interior. El efecto más inmediato de esta vida interior es una energía que permite encarar los problemas cotidianos sin excesiva agitación. Quien posee vida interior irradia una atmósfera benéfica y transmite paz a quienes le rodean.

Alimentar la vida interior, es no tener soledad nunca más. La soledad es uno de los mayores enemigos del ser humano, porque lo desenraíza de la conexión universal. La vida interior lo religa al Todo del cual es parte.

Cuando la razón busca hasta el final, encuentra en su propia raíz “la vida interior”, el afecto que se expresa por el amor, y sobre ella, el espíritu que se manifiesta por la espiritualidad. Y al término de su búsqueda encuentra el misterio. Donde misterio no es el límite de la razón sino lo ilimitado de la razón. Por eso, el misterio continúa siendo misterio en todo conocimiento que se siente desafiado a conocer siempre más.

Concretamente, el misterio es el otro. Por más que se quiera conocerlo y encuadrarlo, siempre se retrae para más allá. Es misterio desafiador que nos obliga a salir de nosotros mismos y a posicionarnos ante él. Cuando el otro irrumpe delante de mí, nace la ética. El paradigma occidental siempre tuvo dificultades con el otro. Por eso, lo incorporó, lo sometió o lo destruyó. Negando al otro perdió la posibilidad de la alianza, del diálogo y de un mutuo aprendizaje con él. Triunfó el paradigma de la identidad sin la diferencia, en la línea del presocrático Parménides.

El otro hace surgir la etica que ama y que se profundiza interiormente. Paradigma de esta etica es el cristianismo de los orígenes. Este se diferencia del cristianismo oficial y de sus iglesias, porque en ética fue más influenciado por los maestros griegos que por el mensaje y la práctica de Jesús. La vida interior, es tan central como el amor, quien tiene amor lo tiene todo. Expresándose así en la regla de oro, testimoniada por todas las tradiciones de la humanidad: “ama al prójimo como a ti mismo”.

La vida interior fundamenta un nuevo sentido de vivir, porque vincula el amor como su fundamento. Amar al otro es darle razón de existir. El existir es pura gratuidad. No hay razón para existir. Amar al otro es querer que exista porque el amor hace al otro importante. “Amar a una persona es decirle: tú no morirás jamas (G. Marcel), tú debes existir, tú no puedes morir”. Cuando alguien o alguna causa se hacen importantes para el otro, nace un valor que moviliza todas las energías vitales. Es por eso que cuando alguien ama rejuvenece y tiene la sensación de comenzar la vida de nuevo. El amor es fuente perenne de valores.

Solamente esa vida interior y ética de amor está a la altura de los desafíos actuales porque incluye a todos. Hace de los distantes, próximos, y de los próximos, hermanos y hermanas. 

Mauricio Iraheta Olivo.

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