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El desapego

Todos vivimos dentro de una situación existencial que, por su propia naturaleza, es limitada en posibilidades y nos impone barreras de todo tipo, de lugar, de profesión, de inteligencia, de salud, de economía, de tiempo. Entre el deseo y su realización siempre hay un desfase. A veces nos sentimos impotentes ante hechos que no podemos cambiar, como la presencia de un esquizofrénico con sus altibajos o la de un enfermo terminal. Tenemos que resignarnos ante esa limitación ineludible. No por eso tenemos que vivir tristes o impedidos de crecer. Hay que ser creativamente resignados. En vez de crecer hacia fuera podemos crecer hacia dentro, en la medida en que creamos un centro donde todas las cosas se unifican y descubrimos cómo de todo podemos aprender. Bien decía la sabiduría oriental: «si alguien siente profundamente al otro, éste lo percibirá aunque esté a miles de kilómetros de distancia». Si te modificas en tu centro, nacerá en ti una fuente de luz que se irradiará a los demás.

La otra tarea de la autorrealización es la capacidad de desapegarse. El budismo zen coloca como test de madurez personal y libertad interior la capacidad de desapegarse y de despedirse. Si nos fijamos bien, el desapego pertenece a la lógica de la vida: nos despedimos del vientre materno, después, de la niñez, de la juventud, de la escuela, de la casa paterna, de los parientes y de la persona amada. En la edad adulta nos despedimos de trabajos, de profesiones, del vigor del cuerpo y de la lucidez de la mente, que irrefrenablemente se van desgastando hasta despedirnos de la propia vida. En estas despedidas vamos dejando atrás un poco de nosotros mismos.

¿Cual es el sentido de este lento despedirse del mundo? ¿Mera fatalidad irreversible de la ley universal de la entropía? Esta dimensión es indiscutible, pero ¿no será que guarda un sentido existencial, que ha de ser explorado por el espíritu? Si fenomenológicamente somos un proyecto infinito y un vacío abisal que clama por plenitud, ¿ese desapegarse no significa crear las condiciones para que un Mayor venga a llenarnos? ¿No será que el Ser Supremo, hecho de amor y bondad, nos va quitando todo para que podamos ganar todo, más allá de la vida, cuando finalmente descansará nuestra búsqueda?

Al perder, ganamos y al vaciarnos nos llenamos. Hay quien dice que esta fue la trayectoria de Jesús, de Buda, de Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, de Gandhi, y de la Madre Teresa, entre otras personas.

Tal vez la siguiente historia del Jesuita Hindú Anthony de Mello nos aclare el sentido de esta pérdida que se transforma en ganancia.

«Hubo una vez un muñeco de sal. Que después de peregrinar por tierras áridas llegó a descubrir el mar que nunca antes había visto y por eso no conseguía comprenderlo. El muñeco de sal le preguntó: «¿Tú quien eres?» Y el mar le respondió: «Soy el mar». El muñeco de sal volvió preguntar: «¿Pero qué es el mar?» Y el mar contesto: «Soy yo». «No entiendo», dijo el muñeco de sal, «pero me gustaría mucho entenderte. ¿Qué puedo hacer?» El mar simplemente le dijo: «Tócame». Entonces el muñeco de sal, tímidamente, tocó el mar con la punta de los dedos del pie y notó que aquello empezaba a ser comprensible, pero luego se dio cuenta de que habían desaparecido las puntas de los pies. «¡Uy, mar, mira lo que me hiciste!» Y el mar le respondió: «Tú me diste algo de ti y yo te di comprensión. Tienes que darte todo para comprenderme todo». Y el muñeco de sal comenzó a entrar lentamente mar adentro, despacio y solemne, como quien va a hacer la cosa más importante de su vida. A medida que iba entrando, iba también diluyéndose y comprendiendo cada vez más al mar. El muñeco de sal seguía preguntando: «Qué es el mar?». Hasta que una ola lo cubrió por entero. En el ultimo momento, antes de diluirse en el mar, todavía pudo decir: «Soy yo».

Y es ahí cuando se desapegó de todo y ganó todo: el simple y verdadero yo.

Mauricio Iraheta

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