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El Salvador: 200 años de independencia

 


Comienzo con esta frase de Felipito, porque es a lo que actualmente nos enfrentamos jóvenes y adultos en nuestra sociedad salvadoreña. El premio Nobel de literatura, el portugués José Saramago hizo de la ceguera un tema para críticas severas a la sociedad actual, asentada sobre una visión reduccionista de la realidad. Mostrándonos que hay muchos videntes presumidos que son ciegos y unos pocos ciegos que son videntes. 

 

Hoy celebramos 200 años del grito de la independencia en nuestro país. Y la historia nos permite debatir si el grito surgió del sueño de una patria independiente o de la ambición de un imperio tropical.

 

Actualmente, se difunde pomposamente que vivimos en la sociedad del conocimiento, una especie de nueva era de las luces. Efectivamente así es. Conocemos cada vez más sobre cada vez menos. El mundo de la tecnología y los contenidos digitales han colonizado todas las áreas del saber. El saber reunido en un año es mayor que todo el saber acumulado en los últimos 200. Si por una parte esto trae innegables beneficios, por otra, nos hace ignorantes de infinidad de dimensiones, colocándonos escamas sobre los ojos e impidiéndonos así ver la totalidad. 

 

Celebramos 200 años de independencia. El grito de los salvadoreños: José Matias Delgado, Manuel José Arce y los hermanos Aguilar, fue el de la polémica independencia, como casi todos los hechos históricos. Liberó a la nación del Imperio, pero no del emperador. Y es que, a lo largo de estos últimos años, la pasteurización de políticas fracasadas por izquierdas y derechas en nuestro país, sirvieron de tierra fértil para una nueva dictadura. El Salvador hoy, patria vegetal, tiene la apariencia de una cordialidad negada por su historia. 

 

Un país donde actualmente, la cosa pública es un negocio privado, con mesas para fiestas de alquiler. Donde se corrompen los sueños, los valores y los sentimientos, vendiendo por treinta dólares el proyecto libertario de una generación. Los que quieren gobernar la sociedad no soportan a los que quieren gobernar con la sociedad.

 

Herida en su autoestima y endeudada, la patria navega a remolque de la receta neoliberal y la blockchain, que dilata la violencia y el desempleo, el poder paralelo del narcotráfico, la concentración del ingreso. Si el salario no paga la vida, la vida parece no valer un salario. Los que proclaman que la única utopía es creer en el fin de las utopías viajan rodeados de guardias de seguridad por las calles. No se dan cuenta de que sus residencias privadas con razors, carros blindados y guardias les hacen prisioneros de su propia ostentación.

 

El grito de los excluidos resuena en este Día de la Independencia. Resuena contra los caminos que restauran el pasado, trazados por quienes aún alaban la dictadura. Resuenan gritos de mujeres en contra de la violencia machista, del ciudadano en contra de la imposición de la nueva ley Bitcoin. Se hace eco de la indignación ante la avalancha de corrupción que amenaza nuestra frágil democracia ante la posible reelección de un presidente. Resuena en los pechos de quienes exigen el derecho de los pobres por encima de la codicia de los acreedores. Se hace eco del clamor por la ética en la política, la transparencia en los poderes de la República y el castigo severo a los que traicionaron los deseos del pueblo, pervirtiendo en nosotros el miedo a la esperanza. 

 

Nuestra democracia. Ella es de una pobreza espantosa o, en un lenguaje más suave, una «democracia de baja intensidad» en la expresión del sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos. ¿Por qué es pobre? Me valgo de las palabras de Pedro Demo, de Brasilia, una cabeza brillante que, por su vasta obra, merecería ser más oída. En su Introdução à sociologia (2002) dice enfáticamente: «Nuestra democracia es escenificación nacional de hipocresía refinada, repleta de leyes ‘bonitas’, pero hechas siempre, en última instancia, por la élite dominante para que la sirva de principio a fin. Los políticos son gente que se caracteriza por ganar mucho, trabajar poco, hacer negocios, emplear a parientes y apaniguados, enriquecerse a costa de las arcas públicas y entrar en el mercado por arriba… Si ligásemos democracia con justicia social, nuestra democracia sería su propia negación» (p.330.333).

 

Esta descripción no es una caricatura, salvo pocas excepciones. Es lo que se constata día a día y puede ser visto por medio de tweets y leído en los periódicos: escándalos de la depredación de los bienes públicos con cifras que ascienden a millones y millones. La impunidad avanza porque el crimen es cosa de pobres; el asalto criminal a los recursos públicos es habilidad y ‘privilegio’ de quien llegó allí, a la fuente del poder. Se entiende porqué, en un contexto capitalista como el nuestro, la democracia atiende primero a los que están en la opulencia o tienen capacidad de presión y sólo después piensa en la población, atendida con políticas pobres. Los corruptos acaban por corromper también a muchos del pueblo. Bien observó Capistrano de Abreu en una carta de l924: «Ningún método de gobierno puede servir, tratándose de gente tan visceralmente corrupta como la nuestra».

 

Si la mujer del César debe ser honesta y también parecerlo, el político que se deja maquillar para efectos políticos está en peligro de preocuparse más por parecer diferente que por serlo. Gobierna con los ojos puesto en las encuestas de opinión, abdica de sus compromisos para someterse al síndrome del electoralismo de su próxima campaña. Mantenerse en el poder se convierte en su obsesión, y no administrar para conseguir mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. Esa desideologización tiende a reducir la política al arte de acomodar intereses. Se pierde la perspectiva estratégica y el horizonte histórico; ya no se busca otro país posible, ahora todo se reduce a enviar un tweet para cultivar una buena imagen ante la opinión pública.

 

Bien que nos resalto la sabiduría griega de que la política no es una ciencia exacta. Es una ciencia exaltada. Muchos de los que ingresan en ella buscan tan solamente el poder. Por eso, "las cosas nobles y justas que son objeto de la política presentan tantas diferencias y desviaciones que parecen existir solo por convención y no por naturaleza", subraya Aristóteles. Pero bueno quiero seguir pensando que cada Gobierno es una nueva siembra. Aunque no se recoja de inmediato, el tiempo la hace fructificar. Un día llega el momento de la cosecha, aunque no necesariamente en la próxima zafra.


El Portero.

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