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Entre la memoria, un gato y ciertos garabatos.

Casa de mis abuelos -1982-
Es sabido que todo escrito tiene dos caras (al menos mi caso): una, la que muestro y cuento. Otra, la oculta por el epicentro de garabatos, papel y tinta que fisgonean por la casa, junto a las persianas de pretérito imperfecto y el cielo raso de almanaques de otro tiempo.

Módicamente me encuentro refugiado en una mesa cerca del balcón de nuestra casita en Santa Tecla, que comunica con unos pinos, y donde me dejo exorcizar por el movimiento de las veletas de papel. Como suerte de botella echada al mar me encuentro entre el silencio, y los libros. Algunos prestados. Otros, regalados o comprados. Lo que ha hecho que con mi esposa vivamos en el domicilio un poco más apretados.

Una tarde leyendo, con renovado interés, a Günter Grass, pero al dar vuelta una página del El tambor de hojalata, miró distraídamente hacia el jardín ¿y que veo? Nada menos que un gato que desde hace varias mañanas ha gustado por jugar clandestinamente al explorador en nuestro jardín. Enterrando sus vanidades y desterrando algunas aves. Por lo que se ha convertido en mi primer enemigo. Y debo admitir que el tiempo no ha contribuido a que mejoren nuestras ya deterioradas relaciones.

No teman. No voy a contar toda la historia de mis papeles y tintas verdes. Ya poco a poco estas se irán desvaneciendo en la niebla de mis próximas divagaciones.

Sin embargo, mientras cuestiono un nuevo borrador de versos. Me he dado cuenta en que llega un momento en que cualquier realidad se acaba. Y entonces no hay más remedio que inventarla. Por ejemplo, la infancia suele terminar de sopetón con algún juguete destrozado, o con la muerte entrañable y cercana de un perro. Y entonces no queda otra que volverla a concebir, aunque ya no se tengan siete sino treinta años o setenta. 

Es así que me he dado cuenta que de todas las casas que hasta entonces he habitado, la de mis abuelos fue la primera que significo un mundo para mí, un espacio propio. Lo cierto es que allí no había disfrutado de una habitación privada ya que dormía siempre junto a mi madre. En el jardín de la casa había arboles, con sus correspondientes pájaros. El más cercano y preferido era un guayabo, que se alzaba sobre el techo de la casa y que en verano me proporcionaba sombra y también guayabas, cuya ingestión clandestina me produjo más de una diarrea. Por otra parte, aquel pequeño y hospitalario guayabo era el territorio de mi amigo Juan y mío, un lugar a la medida de nuestras escuálidas asentaderas. Allí hablábamos del mundo y sus alrededores. Especialmente de lo que haríamos de nuestra vida en aquellos días de verano.

La casa de mis abuelos tenía un paisaje y también tenía un tacto. Los apagones no eran tan frecuentes como lo fueron años más tarde con la ofensiva de la guerra, pero de vez en cuando la colonia entera se sumía en las tinieblas. Mis abuelos usaban sus lámparas de kerosen, pero a mí me gustaba andar a tientas, solo guíado por mis manos o en todo caso por mis pies descalzos. Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, contar los ladrillos del piso, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla y descubrirla. 

Tenía asimismo un olor peculiar. Y no me refiero al de la cocina, que lógicamente variaba con los guisos y recetas en los que mi abuela era experta. No, el olor a que me refiero era el de la casa en sí; el que exhalaban por ejemplo la madera de las libreras, la tiza de la pizarra en la biblioteca, o el del cloro cuando hacían limpieza de la piscina, o la humedad de una de las paredes, o el que venía del rosal de mi abuela, el guayabo, el naranjo y el mangar cuando dejaba la ventana abierta. Todos esos olores formaban un olor promedio, que era la fragancia general de la vivienda. Cuando llegaba de regreso y abría la puerta, la casa siempre me recibía con su olor propio, y para mí aquello era como recuperar la patria.

Mauricio Iraheta Olivo

Casa de mis abuelo- 1984

Mis abuelos María Estela y Osmin Antonio Olivo - 1983.


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