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Espejismos electorales en El Salvador


Miro la propaganda electoral en televisión, redes sociales, periódicos y la escucho en la radio. Y me pregunto: ¿en qué galaxia habito? Quedo preguntándome si el desfile enfermizo de candidatos difiere mucho de la presentación de los gladiadores preparados para disputar el derecho a la vida en el Coliseo de Roma. Es como la gallina, cuando le cortamos la cabeza y a continuación la soltamos. Durante un tiempo esta correrá sin cabeza. Algunos de nuestros políticos en el país, se parecen a eso, a gallinas con la cabeza cortada. Porque hay tantas burradas, tantas promesas inconsistentes, tantas ofensas a la lengua patria, que llego a preferir un paseo por el zoológico, donde se puede apreciar, de jaula en jaula, la variedad de animales sin la incomodidad de escuchar tanta tontería. 

Y es que el proceso electoral en El Salvador, tal cual está establecido, ¿no será acaso un juego? ¿Por qué está motivada la mayoría de los candidatos, por el ideal de servir al bien común o por la ambición de ocupar una función de poder y, de este modo, asegurar un futuro mejor para sí y para los suyos? Hoy día algunos candidatos, no tienen programas (excepto en el papel), sino expectativas de ganar; ni objetivos, sino compromisos con aliados; ni principios ideológicos, sino el pragmatismo que ignora la ética más elemental. La política se ha vuelto el arte de simular y disimular. Donde los mercadólogos tienen más poder sobre los candidatos que el partido. Ya no se trata de divulgar un proyecto político, sino un producto capaz de seducir al mercado electoral. El peligro, advierte Umberto Eco, está en que el político se vuelva un producto semiótico, teatralizado.

Muchos políticos salvadoreños rezan por el Breviario del cardenal Mazarino, escrito en el siglo XVII, donde se multiplican los consejos de este tenor: “Arréglate para que tu rostro no exprese nunca ningún sentimiento particular, sino solamente una especie de permanente serenidad”. O: “Lo importante es aprender a manejar la ambigüedad, a pronunciar discursos que puedan ser interpretados tanto en un sentido como en otro, a fin de que nadie pueda decidir”. Si la mujer del César debe ser honesta y también parecerlo, el político que se deja maquillar para efectos electorales está en peligro de preocuparse más por parecer diferente que por serlo. Gobierna con los ojos puesto en las encuestas de opinión, abdica de sus compromisos de campaña para someterse al síndrome del electoralismo. Llegar al poder se convierte en su obsesión, y no en cómo saberlo administrar para conseguir mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. Esa desideologización tiende a reducir la política al arte de acomodar intereses. Se pierde la perspectiva estratégica y el horizonte histórico; ya no se busca que otro El Salvador es posible, ahora todo se reduce a cultivar una buena imagen ante la opinión pública.

Los mercadólogos son hoy los verdaderos artífices de las candidaturas. Los electores, el blanco mercadológico. La diferencia con los productos del supermercado está en que éstos son adquiridos para uso del consumidor; y en el caso de la política, el elector es “consumido” para uso del candidato. Meses después, el elector ni recuerda los nombres a quienes dio su voto, aunque se queje de los políticos y de la política.

Esto y mucho más nos ofrecen el tiempo de campaña electoral para hacer reflexiones críticas sobre el tipo de democracia que predomina entre nosotros los salvadoreños. Es prueba de democracia el hecho de que más de cuatro millones de ciudadanos tengan que ir a las urnas para escoger a sus candidatos. Pero eso todavía no dice nada sobre la calidad de nuestra democracia. Ella es de una pobreza espantosa o, en un lenguaje más suave, una «democracia de baja intensidad» en la expresión del sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos. ¿Por qué es pobre? Me valgo de las palabras de Pedro Demo, de Brasilia, una cabeza brillante que, por su vasta obra, merecería ser más oída. En su Introdução à sociologia (2002) dice enfáticamente: «Nuestra democracia es escenificación nacional de hipocresía refinada, repleta de leyes ‘bonitas’, pero hechas siempre, en última instancia, por la élite dominante para que la sirva de principio a fin. Los políticos son gente que se caracteriza por ganar mucho, trabajar poco, hacer negocios, emplear a parientes y apaniguados, enriquecerse a costa de las arcas públicas y entrar en el mercado por arriba… Si ligásemos democracia con justicia social, nuestra democracia sería su propia negación» (p.330.333).

Esta descripción no es una caricatura, salvo pocas excepciones. Es lo que se constata día a día y puede ser visto por la Televisión y leído en los periódicos nacionales: escándalos de la depredación de los bienes públicos con cifras que ascienden a millones y millones. La impunidad avanza porque el crimen es cosa de pobres; el asalto criminal a los recursos públicos es habilidad y ‘privilegio’ de quien llegó allí, a la fuente del poder. Se entiende por qué, en un contexto capitalista como el nuestro, la democracia atiende primero a los que están en la opulencia o tienen capacidad de presión y sólo después piensa en la población, atendida con políticas pobres. Los corruptos acaban por corromper también a muchos del pueblo. Bien observó Capistrano de Abreu en una carta de l924: «Ningún método de gobierno puede servir, tratándose de gente tan visceralmente corrupta como la nuestra».

En nuestra democracia, el pueblo salvadoreño no se siente representado por los elegidos; después de unos meses ni se acuerda de por quien votó. Por eso no está habituado a acompañarlo ni a reclamarle nada. Además de la pobreza material está condenado a la pobreza política, mantenida por las élites. Pobreza política es que el pobre no sepa las razones de su pobreza, y creer que los problemas de los pobres pueden ser resueltos sin los pobres, sólo por el asistencialismo estatal o por el clientelismo populista. Con esto se aborta el potencial movilizador del pueblo organizado que puede exigir cambios, temidos por la clase política, y reclamar políticas públicas que atiendan a sus demandas y derechos.

La política en nuestro país siempre fue un factor de educación ciudadana. Vaciada de contenido ideológico y firmeza de ideas, se transforma en el mero negocio de acceder al poder. Se elige a quien tiene más visibilidad pública, aunque este desprovisto de ética, de principios y de proyectos. Es la victoria del mercado sobre los valores humanitarios. 

Bien que nos resalto la sabiduría griega de que la política no es una ciencia exacta. Es una ciencia exaltada. Muchos de los que ingresan en ella buscan tan solamente el poder. Por eso, "las cosas nobles y justas que son objeto de la política presentan tantas diferencias y desviaciones que parecen existir solo por convención y no por naturaleza", subraya Aristóteles. Pero bueno quiero seguir pensando que cada elección es una nueva siembra. Aunque no se recoja de inmediato, el tiempo la hace fructificar. Un día llega el momento de la cosecha, aunque no necesariamente en la próxima zafra.

El Portero.

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