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Infancia

Con mi hermano jugando a la pelota en Atitlán.

Este Día de la Niñez, es una oportunidad para salir al encuentro de aquel niño que todavía pervive en nosotros. Como buen carpintero, vayamos cepillando, devastando, rebajando, lento y suavemente la madera de la que estamos hechos. Donde cada viruta curvada que se desprende será una palabra, un suceso, un sentimiento. Esos son nuestros relatos, nuestras vivencias, nuestro serrín de emociones que debemos coger cuidadosamente con nuestras manos. Y es que, en nuestro camino de vida experimentamos una curiosa paradoja: cuanto más avanzamos en edad, más regresamos a los tiempos de la infancia. Y parece que la vida nos invita a unir las dos puntas y comenzar a hacer una síntesis.

Es cierto que nuestra niñez no pertenece a este tiempo de desenfrenos. No es que el mundo fuera mejor. No lo era, ni siquiera para los niños en el campo o barrios pobres. Donde algunos conocieron la senda del trabajo precoz, de la mendicidad, de la explotación sexual, de los caminos del crimen. Otros desgastaban su infancia a causa de la guerra que se vivía en los años 70’s, 80’s y 90’s. Sin embargo, siempre se encontraban algunos escapes poéticos; como los de Claudia Lars; pastora de palabras bellas que nos regalo las memorias de su Tierra de Infancia. 

Si hay algo que nos revelo esta escritora es que los lugares de la infancia marcan nuestra psique porque los llevamos dentro: cada árbol, cada mascota, cada curva del camino, cada cuesta o pendiente. Sabemos que la mente infantil exagera en las proporciones. Lo que considerábamos una subida penosa y difícil, no pasa de ser una sencilla cuesta o bajada. Los campos inmensos para el camping eran tan sólo pequeños jardines. El chapuzón y buceo que emprendíamos en aquella alberca no pasaba de ser una diminuta pileta del patio trasero. 

Estoy seguro que tanto ustedes como yo portan una infancia poética llena de magia encantadora con origen y finitud como toda experiencia de vida. En mi infancia por ejemplo fui un niño ni rico ni pobre; feliz. Tez color nuez y pies morenitos. Soy fruto de corazones que emprendían caminos de Izalco a Petén. 

Crecí en una colonia de San Salvador, casa de mis abuelos y tíos maternos. Allí comenzó mi dichoso viaje. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. Una casa que tenía un paisaje y también un tacto. Los apagones no eran tan frecuentes como lo fueron años más tarde con la ofensiva de la guerra, pero de vez en cuando la colonia entera se sumía en las tinieblas. Mis abuelos usaban sus lámparas de kerosen, pero a mí me gustaba andar a tientas, solo guíado por mis manos o en todo caso por mis pies descalzos. Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, contar los ladrillos del piso, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla y descubrirla. 

Tenía asimismo un olor peculiar. Y no me refiero al de la cocina, que variaba con los guisos y recetas en los que mi abuela era experta. No, el olor a que me refiero era el de la casa en sí; el que exhalaban por ejemplo la madera de los armarios, los libros en la biblioteca, el del cloro en la piscina, o la humedad de una de las paredes, o el que venía del rosal de mi abuela, el guayabo, el naranjo y el mangar cuando dejaba la ventana abierta. Todos esos olores formaban un olor promedio, que era la fragancia general de la vivienda. Cuando llegaba de regreso y abría la puerta, la casa siempre me recibía con su olor propio, y para mí aquello era como recuperar la patria.

La infancia es sin lugar a dudas el primer lugar donde nos sentimos parte del paisaje, ahí están nuestras raíces, el lugar donde empezamos a alimentar sueños, a contemplar las estrellas en el calor de las noches de verano y a situarnos en el mundo. Días en que panza arriba nos situábamos con amigos en el techo a compas de churros, mango tierno con sal y gaseosa en bolsa. Donde podíamos pasar horas, horas y horas pensando ni en lo que podría ser mañana, ni de lo que venía o no venía. Porque simplemente disfrutábamos el momento presente. Estábamos libre de ansiedades e inmune al consumismo. A excepción de los sorbetes del carretón o la pupuseria de la esquina. Días soleados en que simplemente se era feliz con una pelota de plástico y dos piedras como portería.

El Portero.

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