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Sobre la muerte

Santiago Sacatepequez, Guatemala. 

El próximo 2 de noviembre es el día de los difuntos, de los que murieron. Será en el futuro el día de cada uno de nosotros. ¿Pero quién encara este destino inapelable? Entre algunos de los niños de la comunidad Las Vegas en Arcatao Chalatenango, al invitarlos a escribir cartas a Dios, Jorge de ocho años escribió lo siguiente: “Dios, cada día nace mucha gente y muere mucha gente. Debieras prohibir los nacimientos y las muertes, y permitir al que ya nació vivir para siempre”.

En realidad lo que escribió tiene mucho sentido. Y ya Simone de Beauvoir dio la respuesta en su novela “Todos los hombres son mortales”. Sin embargo, hay mortales que buscan ese ideal de infinitud a través de la cultura de la inmortalidad diseminada por el elixir de la eterna juventud: cosméticos, gimnasios, libros de autoayuda, cuidados nutricionales que prometen salud y longevidad. Nada de todo ello es contraindicado, excepto cuando se lleva hasta la obsesión, que produce anorexia, o a la actitud ridícula de algunos viejos que se avergüenzan de sus propias arrugas y fantasían con ser adolescentes.

En tiempos de mis abuelos se moría en casa, rodeado de parientes y amigos, en el espacio doméstico lleno de personas y objetos que constituían la razón de ser de la existencia del enfermo. Hoy se muere en el hospital, un lugar extraño, rodeado de personas -médicos, enfermeras, auxiliares- cuyos nombres desconocemos. Se suprime la agonía merced a los avances de la ciencia: el coma inducido, la medicación que elimina el dolor. Apenas hay cantos ni velas ni cinta amarilla. El rito del paso -unción de los enfermos, luto, misa de 9 días, anuncios- es casi imperceptible.

“Morir es cerrar los ojos para ver mejor”, dijo José Martí con ocasión de la muerte de Marx. Las religiones tienen respuestas para las situaciones límite de la condición humana, especialmente la muerte. Lo cual es un consuelo y una esperanza para quien tiene fe. Pero fuera del ámbito religioso, sin embargo, la muerte es un accidente, no un suceso normal de la condición humana.

Se muere abundantemente en las películas y en las telenovelas, pero no hay velorio ni entierro. Los personajes son seres descartables, como las víctimas inclementes del narcotráfico en México y otras zonas de America Latina. O las figuras virtuales de los juegos electrónicos que enseñan a los niños a matar sin culpa.

La muerte es, como afirmó Sartre, la más solitaria experiencia humana. Y la ruptura definitiva del ego. En la óptica de la fe es el desdoblamiento del ego en su contrario: el amor, el ágape, la comunión con Dios.

La muerte nos reduce al verdadero yo, sin los adornos de condición social, apellido, títulos, propiedades, importancia o cuenta bancaria. Es la ruptura de todos los vínculos que nos atan a lo accidental. Los místicos la encaran con tranquilidad para ejercer el desapego respecto a todos los valores finitos. Cultivan, en la subjetividad, valores infinitos. Y hacen de la vida un don de sí: amor. Por eso Teresa de Ávila suspiraba: “Muero por no morir”.

El Padre Vieira, advertía en el sermón del 1º domingo de Adviento, en 1650: “En el nacimiento somos hijos de nuestro país; en la resurrección seremos hijos de nuestras obras”.

Mauricio Iraheta Olivo

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