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Poeta prematuro


Al ir escribiendo esta frase de Borges en mis  notas, fui “tomando distancia” de los diferentes momentos en que el acto de la poesía me fue sorprendiendo en mi experiencia existencial. Primero, en “los versos” del mundo, de aquel pequeño mundo de infancia en que me movía –y hasta donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa.

En el texto que escribo, re-creo y re-vivo, la experiencia en el momento en que aún no leía los versos. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en San Salvador, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La tierna casa, sus cuartos, su corredor, su biblioteca, sus terrazas de jardin –el lugar de las flores de mi abuela–, la amplia casita donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras ocasiones de encuentro con la poesía. Los “versos”, las “estrofas”, las “rimas” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones con mis tios mayores y con mis abuelos.

La poesía de aquel contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: del sanate, la chiltota, del bien-te-vi, del chocoyo; en la danza de las copas de los almendros sopladas por fuertes vientos que anunciaban truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando sobre el pavimento a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. La coyuntura de versos, estrofas y rimas de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de rosas y jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mango-jade hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del mango ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del acto poético de palpar. 

De aquellos versos formaban parte además los animales: los perros de la familia, el tucan, los chocoyos y la guacamaya. Y por otro lado, el universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo eso ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar. 

En el esfuerzo por retomar los versos de mis poemas distantes, a que ya he hecho referencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas.

No había mejor clima para travesuras de las alma que aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.

Fue así que mi desciframiento como poeta prematuro se dio en el suelo de aquella casa en San Salvador, a la sombra de mangos y guayabos, y donde fui alfabetizado por el mayor de los poetas: Mi Abuelo. Quien con palabras de mi mundo, me ilustro como cazar estas y demas ocasiones de poesía.

El portero.



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