Durante muchas décadas El
Salvador ha sido considerado entre los campeones mundiales en el rating de la
desigualdad y violencia social. Un fenómeno, que se ha apoderado de los cuatro
puntos cardinales, y donde muchos intuyen que la oveja negra de la creciente
tasa de homicidios y muertes en el país es causa exclusiva de maras y
pandillas.
Pero tenemos que ser
realistas y sinceros. Detrás de la marioneta-violencia hay un sinfín de hilos
que dan vida al muñeco. Hay violencia en el país porque yo llevo violencia
dentro de mí en forma de rabia, envidia y odio, que deben ser siempre
contenidos. Una violencia que ha dejado su huella en la escuela, en
el transporte, en el hogar, en el asilo, en el trabajo, en las cárceles y los campos
de futbol.
La violencia que ocurre en
El Salvador nos obliga a pensar. ¿Por qué es tan recurrente? Para vislumbrar
alguna luz tenemos que partir sin autoengaños de esta ambigüedad
fundamental: la realidad por un lado está marcada por conflictos y por el otro
entreverada de orden y paz. Ninguno de estos dos lados consigue erradicar
al otro. Se mezclan, y se mantienen en un equilibrio difícil y
dinámico. Sobretodo en un país donde la violencia sigue rimando con injusticia
e impunidad.
Bien sabemos que una
golondrina no hace verano. Como dice la canción: el sueño de uno es sueño, el
de muchos auténtica realidad. Porque si algunos salvadoreños que viven en
barrios altos «donde viven como en Miami, y miamisan la vida», se quejan de que
El Salvador va mal, que el gobierno es incompetente, que los policías son corruptos;
pero ¿qué hago yo para mejorar las cosas? Nada más ridículo que la persona que
comete violencia más grave de abrir una bebida de valor superior al salario
mensual del empleado que la sirve. Y quedando sentada, erigiéndose en juez de
todo y de todos.
Por ello, cuán importante,
es decretar y pronunciarnos para que, la violencia en El Salvador deje de ser
su primer ministro. Y así como Lucas, que escribió convencido de que Caín y
Abel no se habrían peleado si hubieran dormido en cuartos separados; debemos tratar
de sepultar iras y envidias, amarguras y ambiciones desmedidas, para que
nuestro corazón sea acogedor como el pesebre.
Cuán importante es que en
El Salvador se arranque la espada de la mano de Herodes, para que ningún niño salvadoreño
en el campo sea violentado al trabajo precoz, violado, golpeado o amenazado. Para
que solo tengan derecho a la ternura y a la alegría, a la salud y a la escuela,
al pan y a la paz, al sueño y a la belleza.
Un pueblo, que en vez de
prender velas y veladoras, se haga presente junto a los hambrientos, los
necesitados y los excluidos. Donde la violencia sea colgada, como Judas, y,
selladas las impunidades, se abran corazones y puertas a la llegada salvadora
de la paz.
Por ello es importante
resaltar, que la paz, solo puede resultar de la gestión de los conflictos
usando medios no conflictivos. Donde intereses colectivos deben sobreponerse a
los individuales, la multiculturalidad prevalecer sobre el etnocentrismo,
la perspectiva global orientar la local.
Dada esto, ¿cómo debemos construir
la paz en El Salvador? La paz sólo triunfará en la medida en que
como salvadoreños individuales y colectivos nos dispongamos a cultivar,
como proyecto de vida, la cooperación, la solidaridad y el amor. La
cultura de la paz depende del predominio de estas positividades y de la
vigilancia que las personas y las instituciones mantengan sobre la otra
dimensión, siempre presente, de rivalidad, de egoísmo y de exclusión.
Mauricio Iraheta Olivo.
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