ESTABA suave el sol, el aire limpio y el cielo prácticamente sin nubes. Hundida en la arena, humeaba la olla de barro. En el camino del mar a la boca, los cangrejos pasaban por las manos de Marina Oviedo, maestra de ceremonias, que los bañaba en agua bendita de sal, cebollas y ajo.
Había buena cerveza. Sentados en rueda, los amigos compartíamos la cerveza y los cangrejos y el mar que se abría, libre y luminosa, a nuestros pies.
Mientras ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y soñada por el sueño. Ella no iba a terminarse nunca, y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que sepa.
Mauricio Iraheta Olivo.
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