Yo, indígena maya ixil, poeta del camino, venido de otros mundos pero injertado en la Patria Grande como un brote mestizo de culturas y anhelos. Soy de Guatemala, de las montañas amerindia de Nebaj, frontera de luna xelaju, el quetzal y las luchas del gran Ixcan. Vengo del lugar Sagrado de las Masacres Ixiles, donde se conserva viva la "memoria peligrosa" de toda la sangre derramada por la causa grande de una Liberación.
En esta ocasión quiero permitirme, en voz alta y a corazón abierto, para que se enteren los vientos que van y vienen por las montañas del quiché y los silencios expectantes de los maizales. Que hay un sentimiento que se guarda en aquellos olvidos más profundos de mis tierras en Nebaj, los que se refugian atrás del inconsciente, cargados algunos de dolor, y otros todavía revestidos de traumas, que prefieren esconderse en los rincones más oscuros del olvido. Pero muchos como yo saben guardar otras cosas en el recuerdo. Son las que permanecen tatuadas en el corazón, enrizadas en la maraña de sentimientos, e impregnadas en la superficie de la piel.
Por ejemplo, ¿Tu alguna vez has sentido el miedo? Pero no me refiero a cualquier tipo de miedo. Si no, de aquel miedo de cuando eres perseguido sin razón alguna para matarte, quemarte o violarte. ¿Alguna vez viste como es asesinado un miembro de tu familia? ¿Cómo alguien quema tu casa o tus cultivos? ¿O de aquel sentimiento escalofriante cuando caminando entre la montaña vez aparecer aquel helicóptero que viene arrematando con todo su odio de balas? Que te obliga a esconder y empequeñecer tu cuerpo, mientras las balas son como abejones que rozan tus sentidos. Esa fue para nosotros mayas ixil, el miedo que vivimos en los años 80´s y 90´s, y el mismo que se convirtió en paisaje. Donde nuestras montañas, fueron escenario de masacres de hermanos que cayeron así como cae la noche con su rocío.
Nunca entendí el porqué de aquellos días, del porque de las manos odiadas, de la mirada sería y fría, del amor nervioso y nublado. Y es que de aquellos días, aun resuenan en mí la carcajada del que vestido de verde se mostraba triunfador por la aniquilación hacia el ser humano.
Y a veces tengo miedo de aquellas memorias. Porque algunas quedaron guardadas en mí como si fuera una caja muy bien cerrada y cuyas llaves hubiera arrojado al río. Y no hablo sólo de memorias retorcidas, las que nos proyectan un semblante deforme en el espejo del alma, llenas de culpa, no de la culpa de la transgresión sino de la culpa de la omisión, la que se reviste con la máscara de la indiferencia, del desprecio, tal como si mi vida fuese un río capaz de fluir sin prestar atención a sus afluentes. Hablo también de los recuerdos agradables, luminosos, gratificantes, los que exaltan el ego y nos delinean la autoestima. Porque no se me ocurre mirar hacia atrás.
Tampoco se me borran los recuerdos de infancia en la montaña, no todos, pero sí los que me hicieron darme cuenta de mí identidad, saber que yo soy yo, de aquella comunidad de amigos, vecinos, hechos, episodios, sucesos que me sirvieron de espejo, y en el que reflejé esa personalidad moldeada con el tejido del amor fraterno. Porque las personas no nacemos sabiendo sobre sí mismas. Nacemos exiliadas de sí. La conciencia o “bastón del corazón” como le llamamos los mayas, va viniendo poco a poco, viene por la mirada del otro, por el cariño cálido, y del conjunto de potencialidades que cada quien tiene en su ser.
Sin embargo si hay algo que he aprendido en las montañas, es que cuando la línea invisible del espacio que nos rodea está hecha de amor, nuestro lado interior también se hace de generosidad y se va traduciendo en ternura.
Porque para nosotros ixiles, la memoria negativa no es conveniente, porque se esconde en los dobleces de la sinrazón, en la punta áspera de nuestro lado volcánico, allá donde el límite de lo humano se convierte en fiera, en el rescate ancestral, atávico, de los bichos horrendos que nos cohabitan y constituyen la raíz genética más profunda de nuestro ser.
Tampoco los mayas ixil somos dados a las nostalgias, a reminiscencias, a hurgar en el pasado para maldecir nuestro presente. Tenemos ansias del futuro, somos partidarios de utopías. Y sobre todo nos inyectamos de palabras de San Ireneo, afirmando que: "La gloria de Dios es que el pobre viva". Pero para ello necesitamos saber, y continuar en la penetración a fondo de sus misterios, recoger los fragmentos esparcidos por el pasado y tratar de reconstruir el mosaico. Y procurar de que aquellas astillas no puedan pulverizar la memoria, sino mas bien lograr a que se reagrupen y formen un conjunto con sentido, porque así como luciérnagas volveremos a los campos, a formar un lindo bordado de vida, que aún al revés, exhibe líneas entrecruzadas de colores y llenas de vida, que permitan contemplar el diseño configurado por el otro lado.
Por lo anterior, nada mas compartirles que en la vida reconocí que la felicidad es no avergonzarse de la propia historia, ni de nuestro origen, sino más bien el saber cultivarla, en los campos ubérrimos de la subjetividad y de nuestro corazón, para compartirlas como amorosas orquídeas brotadas, como por milagro, en los troncos ásperos de la conflictiva existencia humana.
Mi voz Maya Ixil.
La puerta trasera.
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