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Caminos de infancia

Foto: Vista del cerro San Jacinto
Desde hace años tengo una especial fascinación por los caminos, especialmente por los caminos del campo que suben penosamente la montaña y desaparecen en la curva del bosque. Y es que los caminos están dentro de nosotros. Hay que preguntar a los caminos el porqué de las distancias, por qué a veces son tortuosos, y cansan o son difíciles de recorrer. Ellos guardan los secretos de los pies de los caminantes, el peso de su tristeza, o la ligereza de su alegría al encontrar a la persona amada. 

Debido a esta inconmensurable memoria, el camino humano se presenta tan complejo y a veces indescifrable. En el camino de cada persona trabajan siempre millones y millones de experiencias de caminos pasados y recorridos por incontables generaciones. La tarea de cada uno es prolongar este camino y hacer su camino de tal forma que mejore y profundice el camino recibido, enderece lo torcido y legue a los futuros caminantes un camino enriquecido con su pisada. 

El camino ha sido y sigue siendo una experiencia de rumbo que indica la meta y simultáneamente es el medio por el cual se alcanza la meta. Sin camino nos sentimos perdidos, interior y exteriormente. Nos llenamos de oscuridad y de confusión. Como hoy la humanidad, sin rumbo y en un vuelo ciego, sin brújula y sin estrellas para orientar las noches tenebrosas. 

En nuestro camino de vida experimentamos una curiosa paradoja: cuanto más avanzamos en edad, más regresamos a los tiempos de la infancia. Y parece que la vida nos invita a unir las dos puntas y comenzar a hacer una síntesis final. O quién sabe, el ocaso de la vida con la pérdida inevitable de la vitalidad, con los ritmos más tranquilos y los límites insoslayables de esta última fase, inconscientemente nos lleva a buscar fortalecimiento allí donde todo empezó. La existencia cansada viene a humedecer con su rosillo sus raíces en aquellos comienzos de antaño para intentar todavía rejuvenecer y llegar bien a la travesía final. 

Eso fue lo que me ocurrió recientemente, cuando visite a un gran amigo mío de infancia que vive todavía en aquella colonia Costa Rica donde crecí en compañía de mis abuelos y tíos maternos. Porque así como un sabor o aroma nos disparan imágenes, esa tarde con la pauta de la conversación y vista, fui silenciosamente dibujando el paisaje y el sonido de aquel lugar testigo de juegos y travesuras. Un espacio de la vida que no pertenece a un acontecimiento nostálgico, sino a un presente, una cotidianidad que continua alimentando en creatividad, sueños y escapes. Y a pesar de que muchos de los adultos se fueron a vivir en otra ciudad o país, hay otros que emprendieron un viaje mayor, un viaje más suave y celestial. Distinto ha los que todavía se encuentran ahí. Ya muy bien decían los antiguos “vivir es navegar”. 

Pero sin lugar a dudas los lugares queridos de la infancia marcan nuestra psique porque los llevamos dentro: cada árbol, cada mascota, cada curva del camino, cada cuesta o pendiente, así como el deslumbrante cerro de San Jacinto. La mente infantil exagera en las proporciones. Lo que considerábamos una subida penosa y difícil, no pasa de ser una sencilla cuesta o bajada. Las canchas de futbol era un simple cosmo de pavimento con dos piedras como meta. Los montes inmensos para el campin son sólo pequeños jardines. El chapuson o buceo que emprendíamos en aquella alberca no pasaba de ser una diminuta pileta del patio trasero. 

Pero fue ahí donde nos sentimos parte del paisaje, aquí están nuestras raíces, el lugar donde empezamos a alimentar sueños, a contemplar las estrellas en el calor de las noches de verano y a situarnos en el mundo. Es curioso, cuando pienso en lugares considerados importantes, me remito siempre a ese tiempo remoto de donde vengo, del recuerdo de aquel niño moreno de piernas flacas lleno de entusiasmo por jugar con la pelota de plástico al futbol cada tarde, alimentado con las platicas de mi abuelo sobre libros e historia. O los días que panza arriba nos situábamos con los amigos en el techo nuestro o del vecino, a compas de churros, mango tierno y gaseosa en bolsa. Donde podíamos pasar horas, horas y horas pensando ni en lo que podría ser mañana, ni de lo que venía o no venía. Porque simplemente disfrutábamos el momento presente.

Y es que por más espléndidos paisajes que se hayamos tenido la posibilidad de contemplar en otros lugares, ninguno es interiormente más bonito que el de nuestra infancia. Porque ella es única en el mundo. Todo lo que es único en el universo nunca más vuelve a suceder y por eso es intrínsecamente hermoso y sobretodo sagrado. ¿Qué es lo sagrado? Para mí no es una cosa. Es una cualidad de las cosas, que de forma envolvente nos toma totalmente, nos fascina, habla a lo profundo de nuestro ser y nos da la experiencia inmediata de respeto, de temor y de veneración. 

Este sentido de lo sagrado así asumido me hace regresar del exilio y despertar de esta alienación adulta. Para introducirme en la Casa que había abandonado. Sin duda los tiempos vuelven al inicio misterioso de la caminada de la vida. Pero tenemos que seguir adelante. Ellos vienen con nosotros en nuestro corazón, ahora ligero y rejuvenecido porque empapó sus raíces en la esencia de la vida que es la sangre, los lazos, el afecto y el amor.

Mauricio Iraheta Olivo.

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