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Día del niño


En este Día de la Niñez, salgo al encuentro de aquel que todavía pervive en mí. Él no pertenece a este tiempo de atrocidades. No es que el mundo fuera mejor. No lo era, ni siquiera para los niños. Donde muchos conocieron la senda del trabajo precoz, de la mendicidad, de la explotación sexual, de los caminos del crimen. Otros desgastaban su infancia a causa de la guerra en pleno fin del siglo 21, y donde las memorias poéticas de Claudia Lars con su “Tierra de Infancia”, distaba muy lejos de la tierra de muchos niños salvadoreños del campo. Una tierra que carecía del denso amor histórico, de la alegría y la ternura que vertió el amor en odio y la guerra en paisaje. 

La diferencia en aquellos años está en que el mundo estaba lejos de mi casa abrigada en San Salvador. Y yo no tenía ni idea de que el sufrimiento no sólo alcanzaba a los adultos. Sino también de muchos niños que no tienen que les enseñe a compartir lo que acumulan en los armarios, en la despensa y en el corazón. 

Fui un niño ni rico ni pobre; feliz. Tenía mi perro salchicha que me seguía por todas partes. Y con la mente poblada por la imaginación y de la complicidad de mis amigos Juan y Pedro, se estimulaba la creatividad. De un palo de escoba salía un caballo, de una tabla y cuatro ruedas un carrito, de una caja de zapatos un castillo. 

Mi tierra de infancia acampo en la casa de mis abuelos maternos, donde al fondo el jardín soleado, con mangos y guayabas nos acogían. La infancia se extendía, generosa, por aquellos días inmensamente largos. Había tiempo para todo: bañarse en la piscina, hacer picnic con mango y guayabas en el techo de la casa, jugar al futbol con la pelota de plástico, deporte, juegos y todavía sobraba. En aquellos días el deseo era libre de ansiedades e inmune al consumismo. A excepción de las paletas de Don Chepe y de las pupusas de la San Ignacio que era un ritual para nuestros días. 

Sin embargo no conocíamos la palabra colesterol, y el vocablo marca no figuraba en nuestras mentes, ni siquiera prestábamos atención a la marca del tenis y de la ropa usada, cosas que, hoy muchos niños distraen y perturbar en la selección de nuevas amistades. Y donde ya para muchos hoy en día las relaciones de amistad son más virtual que real: encerrado en su cuarto, no necesita rezar "vengan todos a mi reino", pues todo le llega a través del teléfono, de la televisión, de Internet, del MP3. 

En aquellos días nuestras travesuras molestaba algunos adultos, pero sin ofensas ni daños. Era simplemente una infancia llena de magia encantadora con origen y finitud como toda experiencia de la vida. 

Pero ahora cambió el mundo, cambió la Navidad, y cambió también la infancia. Se rompe el encanto, escasean los abuelos pacientes, la televisión absorbe la imaginación infantil, la fantasía se colorea de logos de marcas. La calle está prohibida, el predio se trasladó al centro comercial, se contabiliza el deseo, se maquilla la alegría, los juguetes son desechables. 

Ahora se encoge la respetuosa distancia entre niños y adultos, abriendo espacio a la irreverencia, al irrespeto, a la falta de educación. No hay que generalizar, es verdad. Pero me asusta el ver a hijos dar órdenes a sus padres y niños, en el autobús, indiferentes a los ancianos que viajan de pie.

¿Perdió la infancia su inocencia? ¿O la inocencia ya no tiene infancia? ¿Cuántos padres oran con sus hijos? ¿Cuántos se resisten al pudor de acariciarlos? Antes un simple helado enardecía el indeleble reducto de la memoria.

Nuestros héroes portaban la marca mesiánica del altruismo, aunque estuvieran maniatados por el maniqueísmo de la división del mundo entre las fuerzas del bien y del mal. Obedecer era una condición, no una imposición. Mantener la disciplina en el aula de clases una regla, no una excepción. Se hacía de la religiosidad la puerta abierta al encuentro de lo inmanente con lo trascendente, de lo natural con lo sobrenatural, de lo humano con lo divino. ¡Cómo nos consolaba el tener ángeles de la guarda!

Aún llevo un niño dentro de mí. Continúa siendo alegre, amoroso, inmerso en fantasías. Sexagenario, sueña con un futuro promisorio y cree que sólo mueren los viejos. Pero, hoy día, sabe que la vejez no es sólo un predicado de la edad.

Hay muchas criaturas envejecidas prematuramente por el trabajo precoz, por la explotación sexual, por la indiferencia de los adultos cuyos corazones de carne se petrificaron, incapaces de encantamiento, de curiosidad y vértigo del alma frente a la inmensidad del porvenir. Paralizados por el sopor de la amargura, se resisten a quitarse los zapatos de la sesudez, a meter los pies en el barro de las buenas noticias, a dejar que la riada de lo imprevisto empape ropa y piel, resucitando el sublime momento de aquella tan linda infancia.

Mauricio Iraheta Olivo.

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