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La escritura


Algunos dejan de lado que es por medio de la literatura donde el verbo se hace carne. A pesar de que la música es, en mi opinión, la más sublime de las artes, la literatura es la más sagrada. Dios la eligió para, a través de ella, revelarse a nosotros. Eligió una lengua, la semítica, y un género próximo a la ficción, pues en toda la Biblia no hay una sola clase de teología, un ensayo doctrinal, un texto conceptual. Toda ella es una narración pictórica: se ve lo que se lee.

Y lo que hace de nosotros imagen y semejanza de Dios es la capacidad de amar y el lenguaje. Los animales también aman, hasta el punto de que ciertos pájaros, como los tordos, se mantienen fieles después de emparejarse. Pero sólo el ser humano posee un nivel de conciencia que le permite ordenar y expresar sentimientos, emociones, intuiciones y afectos. Eso nos hace semejanza divina. Dios es amor y su afecto por nosotros se manifiesta en el lenguaje contenido en la narrativa bíblica y en la epifanía del Verbo que, entre nosotros, se hizo carne.

La escritura es una forma de intentar organizar el caos interior. De inventar la purificación purificándose. Por eso todo artista es clon de Dios. El cual espera que su escritura pueda ser compensada como el lomo de un gato bajo la caricia sutil y su arquearse cadencioso. Porque la escritura es terapéutica, pero sobretodo liberadora. Por ejemplo, mi mundo es recreado cuando echo mano de vocablos y reglas sintácticas para dar forma y expresión a lo que pienso y siento. De ese modo transubstancio la realidad, me proyecto en algo que, fuera de mí, no soy yo y sin embargo, traduce mi perfil interior de un modo que yo jamás conseguiría transmitir a través del mero lenguaje hablado.

Por ello considero a la vez que la escritura constituye una forma de oración, como bien sabía el salmista. La experiencia de Dios antecede y sobrepasa a la escritura. Pero lo poco que de ella se sabe es por medio de la escritura; raras veces por experiencia personal. Grandes místicos, como Buda, Jesús y Mahoma, no escribieron nada. Lo que sabemos de ellos y de sus enseñanzas es merced a quien se tomó el trabajo de redactar.

Y aunque el propio místico pudiera hacerlo, como en los casos de Plotino, del Maestro Eckart y de Charles de Foucauld, llega un momento en que la experiencia de Dios excede los límites de la palabra. Es inefable. Como dice Adelia Prado: “Si un día pudiera, no escribiré ningún libro” (Círculo). “No me importa la palabra, aunque sea ordinaria, / Lo que quiero es el espléndido caos de donde emerge la sintaxis. / La palabra es disfraz de una cosa más seria, sordomuda / fue inventada para ser callada. / En momentos de gracia, rarísimos, / se podrá recogerla: un pez vivo con la mano. / Puro susto y terror” (Antes del nombre).

Juan de la Cruz, patrono de los poetas españoles, dejó tres de sus cuatro libros inacabados. Tomás de Aquino consideró, después de su éxtasis en Nápoles, que toda su obra no pasaba de ser ‘paja’. Y ya no escribió más.

En el enfoque adeliano hay una empatía con el poema Ash-Wednesday (Miércoles de ceniza), de T.S. Eliot, escrito en 1930, tres años después de su conversión al cristianismo. En la quinta parte Eliot canta que “la palabra perdida se perdió”, “la usada se gastó”, pero perdura en el “Verbo sin palabra, el Verbo. En las entrañas del mundo”.

Toda poesía de calidad es polisémica. Es verso que hace salir a flote nuestro reverso. Es canto que encanta, desdobla en varios nuestro ser y nos induce a encontrar aquella persona que realmente somos y que, sin embargo, reside en nosotros como un extraño que provoca temor y fascinación.

Mauricio Iraheta Olivo

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