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En busca de la sencillez


Actualmente en nuestros países de América Latina lo que se opone a nuestra cultura de excesos y complicaciones es la vivencia de la sencillez, la más humana de todas las virtudes, presente en todas las demás. 

La sencillez exige una actitud de anti-cultura pues vivimos enredados entre todo tipo de productos y de propagandas, que nos manifiestan que la verdadera felicidad se encuentra en la suma de placeres y los bienes finitos – carro, celular, casa, vestuario de marca, joyas, etc-. Sin embargo, la sencillez nos llama a vivir según nuestras necesidades básicas. Si todos persiguiesen este precepto, la Tierra sería suficiente para todos. Bien decía Gandhi: "tenemos que aprender a vivir más simplemente, para que los otros, simplemente, puedan vivir". 

Sin embargo, la gran mayoría de la humanidad está homogenizada en gustos, ideas, en el consumo, en los valores, conforme a un solo tipo cultura (occidental), de música (rock), de comida (fast food), de lengua (ingles), de modo de producción (mercado capitalista), de desarrollo (material). Sin duda la humanidad se ha organizado con más insensatez que sabiduría. Si persistimos en fomentar más egoísmo que cooperación; si alimentamos la arrogancia en lugar de la humildad y la veneración seguramente conoceremos el camino ya recorrido por los dinosaurios; es decir, con la posibilidad de que el ser humano se haga ecocida (asesino de ecosistemas) y geocida (el que asesina a la tierra). 

Después de 200 años de experimentos de izquierda, también queda claro, que entre muchas otras cosas, los seres humanos no son, por su origen y destino, desiguales. Son diferentes. El hecho de haber entendido la diferencia como desigualdad fue una equivocación histórica de graves consecuencias. Debido a esto, se buscó la igualdad directamente y se impuso de arriba hacia abajo. Debemos partir del hecho de que los seres humanos son diferentes por sus dotes personales (carácter, sensibilidad, inteligencia, determinación). Es semejante a una nota musical, el “Do” o el “Fa”, por ejemplo. Puede ser ejecutada en varias escalas, de las más bajas a las más altas. O como un color. Tomemos el azul: el color permanente siempre el mismo, pero sus tonos pueden variar, del azul celeste al azul marino, al azul turquesa, al azul añil y así sucesivamente. Por eso el ser humano y todos los seres vivos somos un sin fin de tonos de color y corazones diferentes. Por tanto, en el transfondo de las diferencias es importante captar un principio que todo lo unifica y re-liga. 

Por ello también, hoy en día nuestra reflexión y utopía moderna debe estar enfocada a Pacha Mama (Gran madre; nombre dado por los pueblos andinos a la tierra, como suprema divinidad generadora y renegadora). Es preciso aclarar, que “utopía” no es simplemente sinónimo de fantasía. La fantasía es una de las formas en las que se expresa la utopía o el principio-esperanza. La utopía manifiesta el anhelo permanente de renovación, regeneración y perfeccionamiento buscados por el ser humano. La utopía no arranca de la nada. Parte de una experiencia y anhelo humano. Conocemos algunas utopías a lo largo de la historia: La República de Platón, la Ciudad de Dios de San Agustín, la Ciudad de la eterna paz de Kant, el estado absoluto de Hegel, el Paraíso del Proletariado de Marx, el Mundo totalmente lleno de amor y planetizado de Teilhard de Chardin, la Vulcanía de Julio Verne y el Reino de Dios de la literatura apocalíptica y de la predicación de Jesucristo. Porque la utopía fue al principio de fantasía una imaginación. Y de este “imaginar” como bien noto John Lenon “no soy el único”. Y del cual muchos hoy necesitamos inyectarnos. Así como de aquellas fraternas palabras de Ernesto Guevara que: “Seamos realistas y hagamos lo imposible”. Es decir, si no buscamos lo imposible, acabamos por no realizar lo posible. 

Y así como la utopía, el tema de la sencillez siempre ha sido creadora de excelencia espiritual y de libertad interior. Henry David Thoreau (+1862) que vivió dos años en una cabaña en el bosque junto a Walden Pond, atendiendo estrictamente a sus necesidades vitales, recomienda incesantemente en su famoso libro-testimonio: Walden, la vida en los bosques: "sencillez, sencillez, sencillez". Afirma que la simplicidad siempre fue el distintivo de todos los sabios y santos. De hecho, extremadamente sencillos fueron Buda, Jesús, Francisco de Asís, Gandhi y Chico Mendes, entre otros. 

Como hoy estamos tocando ya los límites de la Tierra, si queremos seguir viviendo sobre ella, necesitamos seguir el evangelio de una ecología de la sencillez, bien resumida en las tres erres propuestas por la Carta de la Tierra: "reducir, reutilizar y reciclar" todo lo que usamos o consumimos. 

Se trata de hacer una opción por la sencillez voluntaria que es un verdadero camino espiritual. Esta sencillez vive de fe, de esperanza y de amor. La fe nos hace entender que nuestro trabajo, por sencillo que sea, es incorporado al trabajo del Creador, que en cada momento activa las energías. 

La esperanza nos asegura que si las cosas en el pasado han tenido futuro lo seguirán teniendo en el presente. La última palabra no la tendrá el caos sino el cosmos. Para los cristianos, el fin bueno ya está garantizado pues algunos de entre nosotros, Jesús y María, han sido introducidos corporalmente en el seno de la Trinidad. 

Es famosa la afirmación del jefe piel-roja Seatle, en 1856, carta dirigida al gobernador del territorio de Washington: “Una cosa sabemos: la tierra no pertenece al hombre. Es el hombre el que pertenece a la tierra. De eso tenemos certeza. Todas las cosas están interligadas, como la sangre que une a una familia; todo está relacionado entre sí. Lo que hiere a la tierra, hiere también a los hijos y a las hijas de la tierra. No fue el hombre el que tejió la red de la vida: él es meramente un hilo de ella. Y todo lo que haga a la red, se lo hará a sí mismo”. 

Es por ello que practicar y vivir con sencillez nos hace descubrir el amor como la gran fuerza unitiva del universo y de Gaia (nombre que la mitología griega daba a la tierra como divinidad y entidad viva). Ese amor hace que todos los seres convivan y se complementen. Misma fuerza de unidad-amor que se experimenta cuando el seno de la madre y los labios del recién nacido se reconocen y se juntan por primera vez. Así debemos, como seres que no terminamos de nacer buscar continuamente el amor y la sencillez en esta modernidad, en la cual muchos caen en el error de imaginarse sujetos del pensamiento y utilizar la Tierra como su objeto. Por ello la nueva cosmología nos afirma que la Tierra es el gran sujeto vivo que a través de nosotros siente, ama, piensa cuida y venera. Consecuentemente, tenemos que pensarnos como Tierra, sentirnos como Tierra, amarnos como Tierra pues, en verdad, somos Tierra, especie homo, hecho de humus, de tierra buena y fértil. 

Sintiéndonos Tierra vivimos una experiencia de no-dualidad, que es expresión de una radical simplicidad. Algo de la montaña, del mar, del aire, del árbol, del animal, del otro y de Dios está en nosotros. Formamos el gran todo. Una leyenda moderna da forma a estas reflexiones: 

En cierta ocasión, un joven que se iniciaba en esta sencillez fue visitado en sueños por Cristo resucitado y cósmico. Le invitó a caminar juntos por el jardín, Después de caminar un buen rato observando encantados la luz que se filtraba por entre las hojas, el joven preguntó: "Señor, cuando andabas por los caminos de Palestina dijiste que volverías un día con toda tu pompa y con toda tu gloria. ¡Pero tu vuelta se demora tanto! ¿Cuándo volverás finalmente, de verdad, Señor?" 

Después de unos momentos de silencio que parecían una eternidad, el Señor respondió: "Hermano mío, cuando mi presencia en el universo y en la naturaleza sean para ti tan evidentes como la luz que ilumina este jardín; cuando mi presencia bajo tu piel y en tu corazón sea tan real como mi presencia aquí y ahora, cuando no necesites hacerme preguntas como ésta que me has hecho, entonces, hermano mío, habré vuelto con toda mi pompa y toda mi gloria". 

Mauricio Iraheta Olivo.

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