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Entender la muerte

La idea de escribir sobre este tema me a surgido luego de leer como algunos países europeos han aprobado el uso de la eutanasia. Sin duda el tema es polémico y permite múltiples posiciones.

Sin embargo creo importante partir del hecho de que la muerte pertenece a la vida. Y la vida pertenece a la eternidad, que es la realización plena de las virtualidades de la vida. Igual que somos responsables por nuestra vida, también debemos ser responsables por nuestra muerte.

Tenemos derecho a una vida digna y también a una muerte digna. Este derecho muchas veces nos es negado por vernos obligados a depender de aparatos y de medicamentos que nos prolongan la vida en un sentido meramente vegetativo, insuficiente para una vida integral mínimamente humana.

La vida como auto-organización de la materia se presenta como el fruto más elevado de la evolución y, en una perspectiva espiritual, representa el mayor don de Dios. Incluso así, como seres éticos, somos responsables por el comienzo de la vida y también por el fin de la vida.

Antiguamente las Iglesias se resistían a acoger la planificación familiar pues imaginaban, erróneamente, que era interferir en el designio de Dios de introducir vida en el mundo. Hoy las mismas Iglesias enseñan el planeamiento familiar responsable. Enseñan, además, que todo ser humano tiene derecho a morir humanamente. Cabe al propio ser humano, mortalmente enfermo, decidir de manera calificada la prolongación o no de su estado irreversible. Si está impedido de hacerlo toman su lugar los familiares y los médicos.

Esto implica que el médico haga todo para curar a su paciente y proporcionarle los medios para aliviar su dolor, pero no significa que deba recurrir a tratamientos extraordinarios para prolongar la vida o postergar la muerte, sobre todo, en situaciones límite. Una terapia sólo tiene sentido cuando se ordena a la rehabilitación y a la restitución de las funciones esenciales y vitales, y no a garantizar simplemente una vida vegetativa. Hay que “dejar morir”, que no es lo mismo que “hacer morir”.

El cuidado del enfermo no debe ser sólo cosa de los médicos y enfermeras, sino también de los familiares, de los consejeros espirituales (sacerdotes, pastores, rabinos, etc.) y de los amigos más próximos.

Deben respetarse las convicciones y las creencias religiosas del enfermo, especialmente el sentido que da a la vida y a la muerte. En caso contrario le haremos violencia, siempre en el supuesto de que la vida es el bien supremo en nombre del cual ninguna visión, ideología o convicción religiosa contraria puede prevalecer.

Para el cristianismo –la religión de la mayoría de pueblo salvadoreño- la muerte no es un fin sino un peregrinar hacia la Fuente originaria de toda vida. No es diluirse en el polvo cósmico sino un caer en los brazos del Padre y Madre eternos que tienen infinita nostalgia de sus hijos e hijas peregrinos. Estamos naciendo y con la muerte acabamos de nacer. De esta manera la muerte pierde su carácter de interrupción brutal del ciclo de la vida para transfigurarse en una travesía bien-aventurada hacia la plenitud de la vida.

San Francisco de Asís, el primero después del Único, murió cantando, agradeciendo a la vida por todo lo que le había proporcionado. Morir es entonces cerrar los ojos para ver mejor, como dice José Martí, el mayor de los cubanos. Ver el sentido del universo y nuestro lugar en el conjunto de todos los seres, cargados por el Misterio en el que nos sumergiremos.

Tales visones ayudan a humanizar la muerte y a desdramatizar los casos terminales. Pues no vivimos para morir; morimos para transvivir, resucitar, para vivir más y mejor, como creemos los cristianos.

Mauricio Iraheta Olivo

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