Con ciertos vientos y rocíos de sol,
poco a poco y también mucho a mucho
me sucedió la vida
como piscucha,
y qué insignificante fueron:
estas venas llevaron
sangre canela mía que pocas veces vi,
respiré el aliento de ciertas venus
sin guardarme una muestra de algunas
para disecarla,
y a fin de cuentas ya lo saben algunos:
nadie se lleva nada de su haber
y la vida es un préstamo de huesos.
Lo bello es aprender a no saciarse
de la tristeza ni de la alegría,
esperar el tal vez de una última gota,
pedir más a la miel y a las tinieblas
un simple embrujo de amor.
Tal vez fui castigado:
tal vez fui condenado a ser feliz.
Quede constancia aquí de que ninguno
pasó cerca de mí sin compartirme.
Y que metí la cuchara hasta el codo
en una adversidad que no era mía,
del padecimiento de Cézanne
y de la sombra de eructos mentales.
Muy bien, pero mi oficio
fue seguir
el sendero izquierdo
del Che,
la plenitud del alma:
un ay del goce que te corta el aire,
un suspiro de planta amazónica
derribada por la soya,
o lo cuantitativo de la acción.
Me gusta crecer con la mañana,
esponjarme en pleno sol, a plena dicha
de viento, sal, arena, luz marina y ola,
y en ese desarrollo de la espuma
y tu piel fermento jazmín,
fundó mi corazón con el profundo paroxismo
un simple morir y nacer,
que se derrama en la arena
de tu tierno corazón girasol.
Mauricio Iraheta Olivo.
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