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la ciencia del amor

Actualmente creo firmemente en que tenemos mucho que aprender de Galileo, quien nunca separó las dos caras de una misma moneda. Estaba convencido de que el mundo es creación de Dios, que se revela a través de dos libros: las Sagradas Escrituras, escritas en lenguaje religioso, y la naturaleza, escrito en lenguaje matemático. Ambos tienen el mismo autor.

Pero no conviene invertir las ópticas: leer la naturaleza sólo con categorías teológicas, o la Biblia sólo con conceptos científicos. La sabiduría consiste en buscar la convergencia galileana entre el contenido de la fe y los descubrimientos de la ciencia, salvaguardando la autonomía y la independencia de los teólogos y de los científicos.

Como observa, con cierta exageración, el astrónomo inglés John D. Barrow, “los teólogos creen conocer las preguntas, pero no logran entender las respuestas. Los físicos creen conocer las respuestas, pero no conocen las preguntas”. El diálogo, pues, sólo beneficios traerá para todos. Como decía Einstein: “Aunque los ámbitos de la religión y de la ciencia estén en sí claramente separados uno del otro, existen entre los dos fuertes relaciones y dependencias recíprocas”. No se obtienen aguacates de la vaca ni leche del aguacatero. Pero se obtiene salud bebiendo el jugo que resulta de la mezcla de la leche y el aguacate. Como bien me decía mi amigo de Brasilia, Philippe Fauguet: "Conviene añadir un poquito de azúcar y unas gotas de limón. Uno es dulce, el otro ácido. Juntos realzan el sabor del jugo". Conviene también no dudar de que, al otro lado de la puerta, en el Punto Cero, Dios sonríe de nuestras inquietudes y, en Su infinita paciencia, tiene la seguridad de que habremos de aprender la lección tan obvia como inevitable: el transcurso de la existencia nos llevará a todos, sin excepción, al fin del enigma. Por eso, la muerte sería la suprema revelación. Tan sencilla y evidente, que dispensaría de cualquier demostración.

La existencia humana ya no puede ser considerada fuera de la dimensión cuántica. Nosotros también somos seres orbitales. Cual planetas, vivimos en busca de un sol en torno al cual gravitar. Estamos sedientos de luz. En la convivencia diaria con nuestros semejantes somos todos como partículas localizadas en el espacio; sin embargo, cuando amamos somos onda que se propaga, todo nuestro ser fluye y, aunque estemos aparentemente estancados aquí, sentados a la mesa o en la parada del bus o de pie ante el mostrador de una tienda, de hecho estamos allá donde nuestro corazón nos transporta. De ese modo, los apasionados nunca están donde los vemos y pensamos que se encuentran.

En el siglo 6 º a.C. Empédocles sugirió que los cuatro elementos fundamentales -tierra, agua, aire y fuego- fueron reunidos primitivamente por el amor. Éste cedería su lugar al odio y los elementos quedarían parcialmente separados y parcialmente combinados. Cuando ya no hubiese nada de amor, los elementos quedarían completamente disociados. Sin embargo, en el futuro el amor volvería a unirlos, erradicando el odio. Y así todo retornaría a la unidad original.

“Morir es cerrar los ojos para ver mejor”, dice José martí. Entonces estaremos libres de las contingencias de este Universo, en condiciones de entender que esta vida pasada no consistió en otra cosa más que en el tiempo de gestación concedido a cada uno de nosotros para que, dentro de este inmenso vientre cósmico, pudiésemos aprender a vivir de amor y a contemplar la obra del Artista.

Quizás Joseph Campbell tenía razón al afirmar que buscamos “en la historia de la Creación una manera de experimentar el mundo capaz de abrirnos las puertas de lo trascendental”. Y Lao Tse escribió que “cuanto más hablamos del Universo, menos lo comprendemos. Lo mejor es escucharlo en silencio”.

Mauricio Iraheta Olivo

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