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El reloj

Era treinta y uno de diciembre del año 2000. Afuera las flores revoloteaban en los parques y se asomaban sonrientes por las ventanas, ya mucho comenzaban a hacer las preparaciones para la cena de fin de año. Son las ocho de la mañana del día domingo, y mi Padre toca a mi puerta para darme la noticia recibida de Guatemala. Comienza a hablar con cierto titubeo. Presiento un raro misterio: «Hijo: acaban de llamar de la casa de tu bisabuela en Guatemala, y me dicen que tu abuelo acaba de fallecer». Con el corazón hecho un puño, escucho. Desde ese momento no hice más que refugiarme en mi habitación tratando de abrasar mis sentimientos y mi corazón, esperando poder sentir en ese mismo abraso la consolación de tener a mi abuelo cerca. 

Pasado el medio día, hubo un familiar que se me acerco a la habitación y me dijo: «Dios nos ha pedido, un tributo de fe y de amor. Nos ha mirado uno a uno, y ha escogido para sí al más preparado, a nuestro querido Osmin (nombre de mi abuelo)». La muerte en esos momentos era saludada como hermana y como forma de comunión para unir a la familia, dispersa en dos países. En la avalancha de lágrimas no dejaba de haber una serenidad profunda en mi corazón, para resucitar y expandir la comunicación. Sin embargo comprendí que Dios no se lo ha llevado de entre nosotros, sino que lo ha puesto más entre nosotros. Mi abuelo no se ha marchado, sino que llegó. Ha dejado el espacio, para entrar, definitivamente, en nuestro espacio, para poder estar presente con mi abuela Estela, mi madre, con sus hijos, nietos y seres queridos en El Salvador, Guatemala y Estados Unidos.

Al día siguiente en el velorio mi abuela me llama y coloca entre mis manos un reloj de metal y de apariencia amarilla, el objeto mostraba el desgaste de los años pero no así su desgaste y función de contar el tiempo. El reloj era el de mi abuelo, y el cual si mi memoria no me engaña fue el único que uso y termino usando. El reloj me anunciaba como en el tiempo de la muerte había una señal de vida: momentos antes de que un infarto lo liberara.

A partir de entonces, ese reloj ya no es un reloj. Es un símbolo. Guardado en una cajita, su color de metal desgastado y su precisión de medir el tiempo hacen que todavía esté encendido en mi vida. Hace presente la figura del abuelo, que ahora ya es un arquetipo familiar de valores que apreciamos. Y de quien de su boca lo escuchamos, de su vida lo hemos aprendido.

¿Por qué cuento todo esto? Para rescatar la dimensión simbólica que cada día muchos de nosotros estamos perdiendo más y más. Porque si perdemos la visión simbólica, se cierran las ventanas del alma y se pierde la magia de las cosas. Si nos damos cuenta, a los símbolos los cristianos lo llaman sacramentos. Nacen de la vida diaria, del juego que se establece entre el ser humano y el mundo. Ante las cosas, primero sentimos extrañeza, después las domesticamos y por fin nos habituamos a ellas. En ese juego, las cosas y nosotros cambiamos, porque nuestra mirada ha cambiado. El reloj puede ser mirado desde fuera, como un objeto neutro. Es el mirar de la ciencia. Ésta analiza las agujas del reloj, la rueda de los segundos y minutos, los resortes, la espiral, el rodaje y concluye que, como reloj, no tiene ningún valor más allá que el de medir el tiempo. Pero podemos mirarla desde dentro, desde lo que significa para mí por causa de mi abuelo. Entonces se convierte en un sujeto, pues me recuerda y me habla. ¡Adquiere un valor incalculable! Se convirtió en un símbolo. Siempre que una realidad del mundo, sin dejar de ser lo que es (reloj), evoca otra realidad diferente de ella (mi abuelo), asume la función de símbolo. Todo puede convertirse en símbolo. Depende de nuestra mirada. Si insertáramos las cosas en nuestras experiencias, ellas no dejan de ser cosas, pero se convierten en símbolos que hablan siendo sacramentales.

Y es que muchas nuestra casa están llenas de símbolos: los lentes de la abuela, una flor seca de un antiguo amor, una carta o poema de la persona amada. Si encantamos todas las cosas a nuestra vez, nuestro mundo quedará encantado y el corazón bien cuidado. 

Mauricio Iraheta Olivo.

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