Pertenezco a una de las generaciones que, en la casa contaba con un patio, vivía en casa de mis abuelos, y en el había un pedacito del Jardín del Edén. Su desaparición equivale a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Sin patio la infancia ya no es la misma.
El patio era el espacio ecológico de la casa. De niño para mí era una mezcla de miniselva y parque de diversiones. Me subía al guayabo y al mango, saltaba en la grama, organizaba con mis amigos peleas de sompopos y otros bichos, recogíamos los mangos y naranjas que caían al jardín, andaba descalzo, imitaba a Tarzán, me bañaba con manguera, construía ríos, diques y represas en las pozas dejadas por la lluvia.
Ahora el mundo empequeñeció. La especulación inmobiliaria suprime los patios, las familias viven embutidas en apartamentos decorados con flores artificiales. Pocos niños ven abrirse el huevo de gallina y salir el pollito, escuchar el sonido del sapo, ver parir una perra, una tortuga arrastrarse pesadamente entre los arbustos con flores, ver el titubeo de la luciérnaga que pasea por el jardín.
El patio era el espacio de los juegos. En él nuestra fantasía infantil se desdoblaba en la pequeña casita en el jardín, el columpio colgado de una rama, la improvisada minipiscina en la vieja pila. Subirse al techo para simplemente desde allí planear con los amigos, y revelar que nos depararía la existencia ese día, si elevábamos piscuchas, jugábamos a la peregrina, a las chibolas, o a un mundial de futbol en una especie de fútbol-sala, con dos jugadores de cada lado disputando una pelota de trapo o bien merodear por la colonia o el pasaje en compañía del inseparable perro del amigo o el nuestro, quien se convertía en sombra y cómplice de cada aventura.
En esos días nosotros mismos construíamos los juegos. Para lo cual usábamos como herramientas cajas, clavos, papel, pegamento y tijeras. Lo demás provenía de nuestra creativa imaginación y capacidad de improvisación. Como el uso de la sabana enrollada a nuestro cuello, quien nos proveía de un cierto poder sobrenatural para volar y saltar enormes distancias y no ser apresados por los monstruos verdes y gelatinosos.
Jugar no es propio solamente de los niños, es propio de la especie animal. A los delfines y ballenas, a los perros y gatos, a los monos, les encanta jugar. Los adultos juegan al escoger vestuario, decorar la casa, bailar y participar en juegos. Convirtiéndose en una dimensión lúdica de la vida imprescindible para nuestra salud física, síquica y espiritual.
Hoy en día se le hace violencia a una criatura al impedirle jugar. Rehén de la televisión o del Internet, transfiere su potencial de fantasía a los dibujos que mira. Como si la televisión y el Internet tuviesen la obligación de soñar por ella. Asi mismo los juegos electrónicos, videojuegos y el uso abusivo del Internet los privan de una infancia sana. Aislados, no aprenden las reglas de la buena sociabilidad. Inducidos al consumo, se vuelven ambiciosos, competitivos, envidiosos. Enfrentan dificultad para construir, con las informaciones recibidas y los conocimientos adquiridos, una síntesis cognitiva.
De ese modo no perciben la vida llena de sentido sustentado en valores infinitos. Su universo se limita a valores finitos, palpables, de exacerbación del ego, como belleza, riqueza y fama. Cualquier pequeño obstáculo en esa dirección causa una enorme frustración. Y se vuelven fuertes candidatos al consumo de antidepresivos.
Por eso los padres deben procurar que el niño tenga un espacio verde donde jugar. Porque donde hay niños y un patio existe la edad de oro. Porque el mejor medio para hacer buenos a los niños es hacerlos felices, y que mejor hacerlo con las cosas sutiles y sencillas, aquellas que trascienden a las relaciones virtuales del internet y Facebook. Por ello, como bien diría Platón: “La educación más eficaz es que un niño juegue entre cosas bellas”.
Mauricio Iraheta Olivo.
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