La Planée, Francia. Foto: Mauricio Iraheta |
Antes del radical y singular evento de la muerte, la vida nos induce pequeñas muertes oportunas, necesarias, para dirigirnos a asumir –ya por elección o bien por omisión– alguna de nuestras posibilidades. Y de entre estos eventos decisivos en nuestras historias personales hay varios tipos de circunstancias. Los finales y los comienzos, que son dos caras de una misma puerta, están embebidos en lo extraordinario de lo cotidiano, en los momentos que tomamos por sentado como ir a dormir y despertar cada mañana. Pero para realmente sentir estos potenciales nuevos comienzos es necesario recordar “el olvidado asombro de estar vivos”, como lo dijo Octavio Paz, y dejar la inercia que nos arrastra día a día. Quizá por eso hemos fabricado convenciones sociales que se parecen mucho al movimiento cíclico del planeta, a sus cambios de estación, a nuestros cambios físicos.
Tenemos, cada uno, un cumpleaños, y, todos juntos, un año nuevo y cuatro cambios de estación. Cada fecha es una oportunidad para tomar el aire y redirigir nuestra mirada. Si algo hemos aprendido a lo largo del tiempo es que el ser humano necesita medir su vida por etapas, de lo contrario es muy probable que pierda el sentido y que su vértigo sea más grande, más paralizante, que su impulso a hacer camino. Nuestra capacidad de dejar ir, que sin duda es la más fundamental y la más difícil de todas, encuentra refuerzo en las efemérides. Y el hecho de que el año nuevo, por ejemplo, sea un consenso social, no lo hace menos verdadero sino acaso más poderoso. Cuando tantas personas del mundo otorgan el mismo significado (en este caso el de término y comienzo) a una fecha del calendario, esta fecha se convierte en eso que le atribuimos. El año nuevo es ya un umbral de cambio individual y planetario, sin importar si tenemos propósitos o si incluso los cumplimos. El primero de enero el mundo está un poco más limpio que el día anterior, un poco menos inerte; sin esos baños simbólicos, que además nos infunden un poco de valentía, el acontecer diario de la vida perdería su motivación en el camino, la motivación que, por definición, requiere ser constantemente renovada.
Ahora, llegan momentos en la vida de cada uno en que concluir y recomenzar es un evento ineludible, y en que la vida habla más claro de lo que jamás se le haya escuchado. Estos momentos a menudo se presentan después de un rompimiento amoroso, una muerte o una gran traición. Pero también pueden surgir producto de una urgencia a tomar el camino que hemos ignorado y que palpita tan fuerte que no lo podemos diferir más tiempo. A veces, incluso, los eventos traumáticos son la oportunidad que requeríamos para al fin, como decía Rilke, actuar con belleza y valentía. Cada individuo atraviesa por uno de estos momentos –algunos por varios– y, no obstante que puedan ser profundamente dolorosos, son los verdaderos parte aguas de nuestra historia, y son la última llamada para dejar ir la vida que planeamos y tratamos de manipular a conveniencia, y abrazar la vida que nos espera.
Frente a estos acontecimientos de tremenda finitud y nacimiento tenemos la oportunidad no de cambiar de página como en una efeméride, sino de cambiar de libro por completo. Y tenemos que parar a respirar. Los comienzos son rayos X de los finales. Así, en el espacio liminal entre una cosa y otra, que aunque puede ser incomodísimo y largo, entendemos qué partes hay que soltar para siempre y qué partes son una buena base para lo que sigue. Para ello requerimos de absolutamente toda la paciencia y el valor que hayamos entrevisto en nuestro espíritu; de nuevas capacidades de compasión y belleza; pero sobre todo requerimos de un sentido de ligereza y creatividad que no obstante inédito en nuestra vida, si se nos presentó ese momento es porque está allí. Los nuevos arrecifes y los jardines secretos de los pulpos frecuentemente nacen en los barcos hundidos.
Mauricio Iraheta Olivo.
No hay comentarios :
Publicar un comentario