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Nepotismo y soberbia


Alguna vez escuche decir de un conocido que el mal del país era la falta de carácter. Aunque yo demostrara estar de acuerdo, consideraba la desigualdad social más grave. Con el tiempo, mas o menos e ido madurando ciertas convicciones, sobre todo al profundizar en el tema de la más seductora tentación humana: el poder.

Pocos en El Salvador saben lidiar con funciones de poder. No me restrinjo al poder político. Me refiero a cualquier poder: director de escuela, gerente de banco, policía, portero de seguridad, etc. Al revestirse de un cargo, la mayoría se desprende de su individualidad. La función, el uniforme o el traje pasa a ser más importante que la persona. Por eso se agarra a ella como un náufrago a la boya que flota entre las olas.

Hay quienes de tal modo se agarran al poder al punto de que ya no les gusta ser socialmente presentados con su nombre. Es preciso enfatizar el cargo, la prominencia del título grabado en la tarjeta de visita, trofeo inestimable. Conocí a quien, una vez nombrado, cambió de postura física, de casa, de hábitos sociales, de mujer y de carácter. Y engordó la propia cuenta bancaria.

Bebida fuerte, el poder embriaga. Y, como todo borracho, se pierde el sentido de la realidad y la proporción. Lo peor es cuando el delirio sube a la cabeza y lleva a la persona a dar paso a su prepotencia: humilla a subalternos, grita a funcionarios, nombra a parientes, exige privilegios, rompe la fila y, a sangre y fuego, reduce la distancia entre lo deseable y lo posible. Y aplica el “nepotismo y soberbia”: “¿Sabe con quién está hablando? ¿¡Perdon!?....No, no no nada de Oscar, Juan o Pedrito ahora resérvese de nombrarme: Licenciado, Ingeniero, Arquitecto, Doctor, Señor Ministro, Cardenal, Obispo…..y en el peor de los casos Señor Presidente, Señor Diputado, Distinguido Magistrado”. Sin embargo, en un país civilizado oiría: “Quién piensa ese señor que es?”

El nepotismo en nuestro país es una forma execrable de ese perverso síndrome de auto-divinización. El poderoso actúa con la parentela como Calígula al nombrar cónsul a su caballo Incitatus. No se toman en cuenta los criterios objetivos que regulan la selección de cargos públicos. Se ignoran concursos, calificaciones, igualdad ante la ley. Se abominan la ley y sus fundamentos jurídicos. Vale la voluntad del poderoso que, de lo alto de su exorbitancia, transforma la familia en succionadora de recursos públicos como el de nuestros honorables políticos y “padres de la patria”. Prueba de eso es el nepotismo -figura inadmisible en la iniciativa privada- excepto en empresas familiares, lo que es otra historia.

Por eso es necesario estar atento ¿Cómo enfrentar al nepotista y soberbio? ¿Cómo debo relacionarme con la persona que, cerca de mí, detenta el poder sobre mi destino? He ahí una cuestión que desgraciadamente Freud y sus sucesores no profundizaron tanto como lo hicieron los dramaturgos griegos en la antigüedad, así como Shakespeare y Machado de Assis. 

La tendencia de algunos subalternos que he conocido, es que cuanto están más apegado a su función que a su espíritu crítico, más se infantilisa frente al superior: ríe de lo que no tiene la menor gracia, elogia lo que no merece consideración, trata de averiguarle sus gustos y preferencias. Se trata de un juego típico del niño que se esfuerza por seducir al adulto para, a cambio, obtener cariño y la realización de sus aspiraciones. 

Muchos que tienen poder nutren sus egos gracias a la corte de aduladores. Y tienden a no aceptar que los critiquen. Si alguien se atreve a hacerles alguna crítica, primero hay que escoger cuidadosamente las palabras, de modo que no se les hiera la sensibilidad, así como una aguja es capaz de pinchar un balón. 

La mayoría se calla ante el poderoso, aunque le conozca contradicciones y defectos. Son raras las personas que, en cargos de gobierno, osan repetir la iniciativa de un gerente de empresa que conocí, quien una vez al mes, reserva una hora para oír críticas de sus subordinados. E incluso puso un buzón de correspondencia para quien prefiriera hacerlo anónimamente. 

Según él, la opinión que tenemos de nosotros mismos y de nuestro desempeño casi nunca coincide con la de quien vive con nosotros. Y vaya que si le atino!

Saber oír críticas es un acto de humildad y de tolerancia. Humildad deriva de humus, tierra; humilde no es el tonto sino el que mantiene los pies en el suelo, sin vuelos egolátricos, ni se deja encerrar en la baja autoestima. 

Muchos defectos podrían ser corregidos en instituciones y empresas si los funcionarios y subalternos tuvieran canales para expresar críticas y sugerencias. ¿En qué hospital los pacientes evalúan a los médicos? ¿En qué escuela los alumnos dan notas a los profesores? ¿En qué iglesia los fieles cuestionan a sus obispos y pastores? ¿En qué institución pública los empleados evalúan a los funcionarios de turno?

Hay personas, especialmente en la esfera de la política e instituciones gubernamentales, que sólo se sienten atraídas por la aureola del poder. Cuando están cercanas, prescinden de cualquier conciencia crítica y actúan ridículamente, cual loros de pirata, tratando siempre de apoyarse en el hombro del poderoso. 

Pero si las circunstancias las alejan del poder se sienten humilladas, despreciadas, y se dejan invadir de congojas y de iras. El poderoso adulado ayer pasa a ser objeto de críticas mordaces. Es el síndrome de la expulsión del paraíso… 

El mejor antídoto para la seducción del poder es la espiritualidad. No sólo en el sentido religioso, sino sobre todo en lo que concierne a la profundización subjetiva de valores éticos. Quien está contento consigo mismo no necesita la aprobación ajena. No siempre damos oídos al precepto de Jesús: "Amar al prójimo como a sí mismo”. Si no tengo una buena autoestima difícilmente sabré relacionarme con el prójimo con benevolencia y compasión. 

Muchos caminos conducen a esa conquista interior. Para mí la más pedagógica es la meditación, ese silencioso ejercicio de dejar que Dios me habite para que yo pueda abrir las puertas del corazón y las ventanas de la mente a los semejantes y a la naturaleza.

Mauricio Iraheta Olivo

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