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En El Salvador casi nunca entendemos la violencia como la acción que alcanza al otro, excepto cuando nosotros somos las víctimas. Si la policía rodea, a la salida de nuestro barrio o comunidad, a nuestro grupo de amigos y exige que nos pongamos con las manos detrás del cuello y las piernas abiertas, mientras nos registran, lo tomaremos como violencia. Pero si vemos la escena desde la ventana de nuestro vehículo, y con la diferencia de que los detenidos son jóvenes de la periferia, admitimos que la policía cumple con su deber. Y hasta sentimos cierto alivio al saber que estamos protegidos por el Gobierno que, sostenido por nuestros impuestos, nos ofrece seguridad.



Pero si uno de los amigos protesta por el modo como está siendo palpado y recibe en respuesta un empujón, queda patente la violencia. Pero para el policía en ningún momento hubo violencia; cree que sólo está cumpliendo con su deber. Es igual que el caso del padre de familia que, al regresar del trabajo, se entera de que el hijo mayor golpeó al más chico. Para darle la lección de que nunca debe pegar a nadie más débil que él, el padre le da unos azotes al hijo mayor. Sin tomar ninguna conciencia de que está practicando lo mismo que recrimino. Ese padre nunca se considerará violento, pero si se le cuestiona dirá que es su deber educar.

Ésta es la estructura en la que se apoya la violencia en nuestro país: siempre practicada como si se tratara de un acto de justicia, legitimada por una razón superior, la defensa de la propiedad privada, los deberes de una buena educación, etc. Sin duda, ante este panorama, nos encontramos en un escenario perfecto para que la criminalidad y la violencia en el país siga prosperando. Ya que es claro, la violencia no solo florece en los barrios, comunidades y el transporte colectivo. Sino también, en escuelas, hospitales, hogares de ancianos y de familia. Porque actualmente muchos hogares salvadoreños son verdaderas casas de los horrores. Donde la mujer y niños son humillados física y psicológicamente, maltratados, pegados, a veces mantenidos en régimen de encerramiento virtual y de semiesclavitud en trabajo doméstico. Sin contar los casos de pedofilia y de agresión sexual a niñas y adolescentes por parte de su propio padre. 

Y es que cuando el país logró salir de la guerra, vino otro tipo de violencia, que hereda los males que dejo la guerra y le agrega nuevos elementos. Es la violencia provocada por el crimen organizado, por la desestructuración de las relaciones sociales, por la inequidad, por la falta de oportunidades y por la desesperación, que ha provocado una verdadera cultura de la violencia.

Por ello y mas nuestra nación, junto con Guatemala y Honduras generan el 87% de los homicidios, consignados en el Triangulo Norte de Centroamérica, región que actualmente se considera la más violenta del mundo en la que no hay guerra. 

Lo más importante, es que ningún salvadoreño debe quedar indiferente frente a esta crisis sometida por la espiral de violencia y miedo. Donde los asesinatos, masacres y robos se repiten cada día. Y lo peor: la población se siente insegura ante la policía y el órgano judicial. Quizás alguien que viva en Estados Unidos o Europa se pregunte ¿Por qué tanta violencia en este pulgar de país? Bueno, ponga diez ratones en una caja y verá que al poco tiempo se estarán agrediendo unos a otros. Lo mismo ocurre en nuestra sociedad, cuando está confinado en espacios urbanos opresivos, donde los niños no disponen de plazas y parques, donde los jóvenes no cuentan con centros deportivos y culturales, y los adultos no tienen dónde reunirse si no es en el bar de la esquina.

Un país en el que brilla la psicosis, donde se cometen crímenes horripilantes que erizan la piel. Los cristianos conocemos la matanza de los niños inocentes ordenada por Herodes. Donde los textos sagrados traen las expresiones más conmovedoras: "En Ramá se oyó una voz, mucho llanto y gemidos: es Raquel que llora sus hijos y no quiere ser consolada porque ya no existen” (Mt 2,18). Algo parecido ocurre con nuestras familias víctimas de la violencia.

¿Y qué esperar de la actitud orientada por el pasado -mirando por el retrovisor-, para elegir nuevamente en el país al mismo Director de la Policía? Sin duda, no se requiere una bola de cristal para saber que, para el combate a la violencia se exige cambios más profundos en nuestras instituciones. Que precisamos una policía bien preparada y bien pagada, dotada de recursos de alta tecnología para las investigaciones, más orientada a la prevención que a la represión. Donde nuestro sistema penitenciario necesita dejar de ser depósito de escoria humana para transformarse en centros de recuperación mediante estudio, deporte, artes y calificación profesional.

Porque la violencia ha sido una piedra en el zapato de nuestra sociedad y gobiernos. Pero entonces, ¿qué podemos hacer al respecto? La respuesta es fácil y difícil al mismo tiempo, ya que todos nosotros podemos ser médicos y combatir con éxito la epidemia de violencia. No podemos dejar todo el trabajo en manos del gobierno y de las organizaciones no gubernamentales, cuyos recursos y capacidades de respuesta pueden ser muy limitados.

Por eso tenemos que informarnos, leer constantemente sobre el tema, hablar con las personas y sensibilizarlas. La violencia –como cualquier virus– no es invencible, sólo hace falta ser conscientes de las medidas preventivas y reactivas, "vacunarnos” con la información objetiva, cuidarnos y cuidar a nuestros seres queridos, y por supuesto, correr la voz para no dejar que se propague. Esto para algunos puede parecer que no es mucho, porque las esperanzas se marchitan con facilidad, pero tampoco es poco, cuando se profetiza que ya estaba muerta. Porque a pesar de las dificultades por las que atraviesa el país, somos un pueblo viciado de optimismo. Donde tenemos por costumbre guardar el pesimismo para días mejores. Y optar como método de que la vida cura la vida y el amor supera en nosotros el odio que mata.

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