Niña de la comunidad guaraní-kaiowa, Matto Grosso Do Sul, Brasil. |
Dijo uno de los más inspirados poetas alemanes, Friedrich Hölderlin (1770-1843): “El ser humano habita poéticamente la Tierra”. Este pensamiento fue completado más tarde por un pensador francés, Edgar Morin: “El ser humano habita también prosaicamente la Tierra”. Poesía y prosa son dos géneros literarios diferentes, porque suponen dos modos existenciales de ser distintos.
La poesía supone una persona creadora. La creación hace que la persona se sienta captada por una fuerza mayor que ella. Fuerza que le produce emociones inusitadas, ideas nuevas, metáforas significativas, sentidos sorprendentes. La creación puede llevar al éxtasis. Bajo la fuerza de la creación y en situación extática la persona canta, danza, crea gestos simbólicos y sale de su normalidad. Surge, entonces, el chamán que se esconde dentro de cada persona. Existe en nosotros como arquetipo, esto es, como la figura capaz de sintonizar con las energías del universo, de armonizar con la sinfonía universal y de vibrar con las cuerdas del corazón, del otro, de la naturaleza, del cosmos y de Dios. Con esta capacidad se descubren sentidos nuevos y sorprendentes de la realidad.
¿Qué significa afirmar que “el ser humano habita poéticamente la Tierra”? Significa que experimenta la Tierra como algo vivo, evocativo, parlante, grandioso, mayestático y mágico. La Tierra es paisaje, colores, olores, inmensidad, vibración, fascinación, profundidad, misterio. Esto es similar a cuando amamos a una persona, amamos algo más que una persona; amamos el secreto que ella oculta y revela. Por eso todo verdadero amor trasciende a la persona amada. La persona es el puente hacia el secreto que encarna pero que también la sobrepasa.
Es igual a nuestro amor y revelación poética hacia la tierra ¿Cómo no extasiarse ante la majestad de la selva? ¿Con sus gigantescos árboles, con los sutiles matices de sus verdes, con la diversidad de sus flores y frutos? ¿Cómo no quedar fascinado con los miles cantos de los pájaros al despertar la mañana? ¿O con su absoluto silencio después de haber comido alrededor de las 12 horas? ¿Cómo no quedarse boquiabierto ante la inmensidad de las aguas que tranquilamente que fluyen por la espesura y descienden suavemente hacia el océano? ¿Cómo no sentirse lleno de temor reverencial al caminar horas y horas a través de una selva virgen? Parece un templo verde habitado por mil divinidades. ¿Cómo no sentirse pequeño, perdido, como un animalito insignificante ante la incalculable biodiversidad? Sí, habitamos poéticamente la Tierra en cada momento; cuando sentimos en la piel la suavidad del frescor de la mañana; cuando padecemos el calor del sol al mediodía; cuando nos llenamos de tranquilidad al caer desvanecida la tarde; cuando nos invade el misterio de la oscuridad de la noche. Sentimos, nos estremecemos, vibramos, sonreímos, nos enternecemos, nos aterramos y nos extasiamos con la Tierra y su insondable vitalidad. Todos vivimos el modo de ser de los poetas. Somos poetas que nos transportamos al mundo del éxtasis y del encantamiento.
Hoy, gracias a la civilización tecnológica, algo de nuestra poesía, ha dejado la Tierra y se ha lanzado hacia los espacios celestes. Como la nave espacial Voyager 2, que ya se convirtió en un cuerpo interestelar, pues sobrepasó los confines del sistema solar. Libre de las fuerzas gravitatorias de nuestro sistema, viajará, si no sucede nada, durante más de un billón de años alrededor del centro de la Vía Láctea. Llevando consigo un disco fonográfico de oro, que contiene en él y en su envoltorio dorado saludos en 59 lenguas humanas; una en lengua de ballenas; un ensayo sonoro de doce minutos que incluye un beso, el llanto de un bebé y el registro electroencefalográfico de las emociones de una mujer apasionada; 116 imágenes codificadas sobre nuestra ciencia, sobre nuestra civilización y sobre el ser humano; y noventa minutos de los mayores éxitos musicales de la tierra, desde músicas primitivas, pasando por Bach y Stravinski, hasta los blues modernos. Tal vez la Tierra y la humanidad puedan ya haber desaparecido; o por la evolución, nuestra especie pueda haberse transformado en otra. Sin embargo, la Voyager 2 oscilara como un sacramento de la Tierra.
Así como cada cultura proyectó también un gran sueño y dio testimonio de su encuentro con el Misterio que se oculta y se revela en el universo y en cada cosa. Lo llamó con mil nombres a quien es sin nombre el mismo: Olorum, en la cultura nagó; Yahvé, en la cultura hebrea; Alá, en la cultura musulmana; Tao, en la cultura china y japonesa; Quetzalcoatl, en la cultura maya; Padre y Madre divinos, en la cultura cristiana. Todo en la cultura lleva la marca registrada del ser humano, que también es marcado por ella.
También habitamos prosaicamente la Tierra. La prosa literaria recoge lo cotidiano y lo rutinario de la vida. Lo prosaico es otro modo de ser humano, diferente del poético. Es nuestro día a día ceniciento, hecho de tensiones familiares y sociales, de horarios, de obligaciones, de deberes profesionales, de ocupaciones, preocupaciones y discretas alegrías relacionadas con la subsistencia; está tejido de intereses que han de ser tenidos en cuenta; está influenciado por el estatus social que impone opciones y comportamientos.
Lo prosaico tiene su valor inestimable. Descubrimos la suave bondad de lo prosaico y de la rutina después de pasar una larga temporada internados en un hospital; o cuando regresamos apresurados después de muchos meses de viaje fuera de casa.
Poético y prosaico, son complementarios y se turnan de tiempo en tiempo viviendo en profundidad. Sin embargo, la cultura de masas moderna ha ido desnaturalizando lo poético y prosaico. El ocio, que debería ser la ocasión de ruptura de lo cotidiano y la liberación, ha sido aprisionado por la industria del tiempo libre que incita al exceso, al consumo de alcohol, de drogas y de sexo. En una palabra, incita a disfrutar descontroladamente de todos los sentidos, al exceso sin éxtasis y sin reencantamiento del mundo.
Hay situaciones en las que el ser humano queda envuelto en crisis profundas que le destruyen el universo de comprensión y le nublan el horizonte en el que brillan las estrellas orientadoras de su vida. El sentido se oculta. La soledad se hace macabra. El suelo se torna movedizo. Todos los apoyos humanos de los seres queridos se retraen. Y es ahí, donde el ser humano debe comenzar a entender lo que Isaías por experiencia propia atestiguaba: “Si no tienen fe, perderán el suelo bajo sus pies” (7,7) y dejaran de ser poéticos y prosaicos en su vida.
Mauricio Iraheta Olivo.
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