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Entre viajes

Antigua Guatemala. Foto: Mauricio Iraheta Olivo

Cuando salí a los mares fui infinito.
Era mas joven yo que el mundo entero.
Y en la costa salía a recibirme
el extenso sabor del universo.

Yo no sabía que existía el mundo.

Yo creía en la torre sumergida.

Había descubierto tanto en nada,
en la perforación de mi tiniebla,
en los ay del amor, en las raíces,
que fui el deshabitado que salía:
un pobre propietario de esqueleto.

Y comprendí que iba desnudo,
que debía vestirme,
nunca había mirado los zapatos,
no hablaba los idiomas,
no sabía leer sino leerme,
no sabía vivir sino esconderme,
y comprendí que no podía
llamarme más porque no acudiría:
aquella cita había terminado:
nunca más, nunca más, decía el silencio.

Tenía que contar con tanta nube,
con todos los sombreros de este mundo,
con tantos ríos, antesalas, puertas,
y tantos apellidos, que aprendiéndolos
me iba a pasar toda la perra vida.

Estaba lleno el mundo de mujeres,
atiborrado como escaparate,
y de las cabelleras que aprendí de repente,
de tanto pecho puro y espléndidas caderas
supe que Venus no tenía espuma:
estaba seca y firme con dos brazos eternos
y resistía con su nácar duro
la genital acción de mi impudencia.

Para mí todo era nuevo. Y caía
de puro envejecido este planeta:
todo se abría para que viviera,
para que yo mirara ese relámpago.

Y con pequeños ojos de caballo
miré el telón más agrio que subía:
que subía sonriendo a precio fíjo:
era el telón de la marchita juventud.

Mauricio Iraheta Olivo.

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